VI.- El tiempo del “¡siempre!” también acabará y esta brevedad tuya en mí nada será cuando la cuenta del ya “no ser” alcance las mil combinaciones, las múltiples y constantes separaciones del polvo, cuando sea otro el “hoy”, esa distante imposibilidad donde pierde su valía la amarga sonrisa del dolor acumulado.
El reloj de la eternidad serenará su paso hasta no ser ritmo del tiempo y de todo impulso, ni grano de arena en la ampolla del tiempo ni en el barro, ni vapor en el torrente, ni destello de esperanza en la densidad.
Y no por ello silenciar el nombre, ni cancelar el temblor, ni claudicar en el sueño.
Que una brisa de aroma me llene, que un sonido feliz acompañe la fuga luminosa y la disminuida cuenta no ceda, porque si ellos tuvieron, yo aún disfruto, porque si ellos tendrán yo aún padezco. Todo lo que es medida del ser no estará y si no lo veré a nadie en ese día le importará, ni el quién fui, por quiénes estuve ni la inacabada senda con cada cual.
Sin capacidad para reinventarme, finalizará toda alegría, todo el llanto y cualquier inquietud creativa.
VII.- Dejo en tu ventana un ¡Buenos días! Expresión yaciente de la anemona en los genes, ególatra manifestación del trilobites personal que ni a fósil llegó.
—VIII—
En las horas queda el aura de los sueños.
Fui en el jilguero de hace mil años
y en mil más estaré en otras alas, con un silbido
—de aura, tal vez—.
IX.- Verde sobre verde, muchos verdes; infinidad de verdes, grandes y pequeños, discretos verdes, multiplicación de verdes; verde oscuro, verde claro, negro-verde, amarillo-verde; verde infinito en la cama del verde eterno. Verde encanto, canción en verdes, himno del verde, verde hechicero, verde de gloria. Verde el agua y el cristal en el atardecer sobre la barca verde en la fuente de los peces verde tornasol; verde brillante del óleo, denso el verde del gouaché, verde transparente de la acuarela, verde terso del pastel.
Algodonado verde adorna un pesebre, ónix verde, corazón que susurra en verde —sapo ahuyentado por un verde serpenteante—. Verde es la esperanza y el rededor de la tumba; verde en la distancia del mar y del monte, zarcos los ojos, reverdecer de la vida con la caricia llovida.
Verde el estallido en la senectud, verde la traza emplumada del quetzal, verde jugoso, verde terminado en púa sacrificial (puñal-piedra verdiverde), verde enhiesto surgido de la entraña madre, verde la cama para mirar a la cúpula hasta presenciar del verde en el arco del pacto.
Al final de la vida aún yace un chispazo verde en la mirada, es el del camino no hollado —únicamente presentido— y el recuerdo de aquella, su ondulante falda verde.
X.- Ya está la luna sobre la azotea baja (atalaya de pigmeos) con sus amaneceres retardados por la construcción frontal que sólo por alta motejaban de mansión.
Invisible en el segueteado de los cerros, su rostro sin remedo en la corteza de algún árbol (donde ya no están los pájaros en la fuente reseca carente del chinchorro para el mosquito y de galera para las libélulas), reino del cemento que suple a la cantera y el ladrillo al adobe, entre el estruendo de la modernidad olvidamos que, en aquel 45, de donde proviene el viento, bajo aquel cielo azul recortado por dos agujas sonrosadas y de voces mustias, de ahí surgió el cortejo con los restos de Don Panchito, el lento peregrinar hacia el olvido, para arrumbar su labor y amordazarle sus “Campanas de la tarde”.
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