Para un hombrecito con micrófono.
Claro que reconocemos los aportes civilizatorios traídos de aquellas tierras lejanas. Quién osaría una negativa al placer aromático, los beneficios del aceite de oliva y al eucarístico vino (si hasta dicen que la prohibición de estos cultivos junto con el de la morera alborotó al “Padre de la Patria” y ante ello inició el movimiento independentista), del rico sabor del ajo, del sagrado pan y el delicioso queso que unidos al americano jitomate, al aguacate y una paletada de frijoles molidos crean el manjar que soporta el trajín laborioso de todo buen mexicano. Nadie niega la valía trascendental y espirituosa al disfrutable cognac (o brandy, según sea el origen), al difamado ajenjo o al aristocrático whisky a los que no contraponemos el desdeñado pulque nuestro ni mengua el gusto por el recio tequila, el mezcal, el sotol…
Dígase lo que quieran pero, carente de las altas capacidades y ajeno a la compleja labor de los historiadores que les obliga a escabullirse a derecha, a izquierda, al centro según sea su escuela y ante el desconcierto del impresionable lector desprevenido, al amparo del gálico “bonhomía”, quede sobre el papel una parrafada de extrañeza ante su defensa eurocentrista con la cual afrenta el pasado de las culturas americanas basado en sus prácticas inhumanas: traiga a su realidad la más acomodaticia que ritual Roca Tarpeya, el rigor científico y tecnológico de sus adorados precursores con la manifiesta capacidad para crear los instrumentos de tortura empleados en toda mazmorra de los poderosos. No es asunto a justificar la pericia nacional para corromper y corromperse ante los negocios públicos, imposible defender lo degradante, pero no dañaría a su juicio una somera ojeada al tiempo y vida de don Gaspar Guzmán y Pimentel, Conde-Duque de Olivares, que obligará a que un leguleyo diestro en asuntos de patentes le niegue la exclusividad en esos afanes a este México vilipendiado.
La riqueza de este idioma -ahora nuestro- opaca los sonidos naturales de nuestro pasado emborronado entre dicterios y el bajo presupuesto. Si de allá trajeron la imprenta es de agradecer infinitamente, ¡hombre! ni dudarlo, aunque en algún momento debiera usted recordar la ardua labor de los tlahcuilos y sus semejantes, de la gracia de su trazo y la compleja simbología aplicada en los códices.
Quizá el término temazcal sanee un tanto su desprecio por el pasado local. Si, es verdad, ante la práctica cotidiana del baño resultaba innecesaria la creación de fuertes y complejos perfumes y colonias que escondían la pestilencia humana. Cosas del tiempo y las circunstancias.
Respecto a las vestimentas, si las usadas en estas tierras le resultan poco varoniles, no desconocerá que las imágenes preservadas en ánforas, mosaicos y
esculturas del pasado glorioso de su preferencia aluden a prendas que un ciudadano moderno resultarían poco adecuadas respecto al contemporáneo concepto de masculinidad.
Que usted valore preferentemente lo importado es asunto que compete sólo a usted. ¡Caray! Para un hombre tan viajado lo sobresaliente posee patente de superioridad jalonada al oriente de nuestra latitud, pero, aquello de que “los viajes ilustran” parece que ante su juicio amplificado con el poder del micrófono pierde veracidad y rigor. Ante su sabiduría y jocosidad sólo solicitamos un poco de atención a la historia y respeto para quienes no gozaron de su amplia capacidad intelectual.
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