“La cocina mexicana no se convirtió en motivo de orgullo inmediatamente después de la Independencia. Tuvo que transcurrir el siglo XIX para que los platillos de origen indígena fueran aceptados por la elite y se forjara así una gastronomía nacional”, refiere José Luis Juárez López, investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), en un libro de su autoria de reciente publicación.
Bajo el título Engranaje culinario. La cocina mexicana en el siglo XIX, la obra del especialista del Museo Nacional de las Intervenciones, rescata el papel de esta tradición popular hacia finales del periodo decimonónico, y la forma como fue aceptada a través de la comida casera, hasta convertirse en la cocina de todos los mexicanos.
“Tuvo que pasar por un periodo de más de 100 años para que se consolidara la cocina mexicana; las mujeres que alcanzaron estudios comenzaron a consignar en libros los usos y costumbres culinarias, cuyos compendios se convirtieron en instrumentos de difusión de preparaciones caseras y tradicionales que se desbordaron en una gastronomía aceptada, dijo Juárez López.
En aquella época, las elites no consumían productos relacionados con las clases populares. “Eran alimentos vinculados con los indígenas y, por tanto, ligados a tradiciones cuestionables y a un pasado que no correspondía con la modernidad. Lo que se consideraba mexicano en el terreno de la cocina mexicana no contaba con la anuencia general”.
El historiador comenta que el México Independiente nació sin una cocina característica, la relación entre la comida autóctona y la criolla se reflejó en la variedad de productos que ofrecía el país y las distintas formas de preparar los alimentos entre los grupos que conformaban la sociedad, como criollos, mestizos, indígenas, negros y castas.
Los criollos comían de acuerdo con una tradición apegada a Occidente, donde eran comunes las carnes, caldos, sopas, estofados, en contraposición a una de tipo autóctono donde había tamales, frijoles, tlacoyos, moles y pulque que eran consumidos en mercados o fondas de baja categoría.
“Los criollos fueron renuentes a reconocer los platillos autóctonos como expresiones de cultura nacional, ya que estaban conectados con hábitos indígenas, por eso la cocina europea fue la norma a seguir”.
Juárez López refiere que la culinaria mexicana estuvo marcada por estas divisiones raciales y clasistas que no se diluyeron por el hecho de ser México un país independiente.
Más allá de pensarse que el periodo de Independencia supondría una autonomía cultural, el autor deduce que las aficiones de la sociedad de aquella época, sobre todo de las elites, tenían una preferencia por las modas europeas, en especial, por la francesa.
En este sentido, el concepto de cocina mexicana no se concretizó sino hasta el último tercio del siglo XIX. “Tres elementos ayudaron a identificar este proceso: los manuales de cocina, los diarios de viaje de extranjeros y la práctica de la escritura entre las mujeres”.
Los manuales plantearon un reordenamiento de las prácticas culinarias en cuanto a las formas de guisar y combinar productos, ante un tipo de cocina que se mostraba como una mezcla de tradiciones. Eran libros dedicados a rescatar recetas de cierta antigüedad que había que recoger antes de que se perdieran irremediablemente.
De acuerdo con Juárez López, los diarios de viajes de extranjeros fue una documentación importante que ayudó a descubrir cuáles eran los platillos que se consideraban típicos y de mayor tradición entre los mexicanos.
A su vez, la relevante labor del ama de casa como autora de libros de cocina, mostró las contradicciones del viejo sistema en el campo de la alimentación y por primera vez integraba las preparaciones de sustrato colonial, es decir, aquellas representadas por un mestizaje culinario de significados prehispánicos y europeos. De esta manera, se incorporó un mayor número de recetas mexicanas que con el tiempo fue en aumento, lo que las convirtió en precursoras de valores nacionales en la alimentación.
Engranaje Culinario. La cocina mexicana en el siglo XIX, editado por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, es el tercer libro de una colección formada por La lenta emergencia de la comida mexicana. Ambigüedades criollas, 1750-1800 y Nacionalismo culinario. La cocina mexicana en el siglo XX.
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