Preguntó si la consideraba fea. Ante la tristeza en su mirada omití la inútil aclaración de que la belleza y la fealdad son propiamente un concepto cultural/transitorio, para responderle que en cuanto a mi apreciación, ella es bella.
— ¿En verdad le parezco bonita?
— ¡No! — le respondí. ¡Bella! Bonito es el resultado efímero del artificio. Una mujer bonita es del tipo de las aparecidas en la pantalla del televisor o en las carteleras publicitarias después de tres horas en el departamento de maquillaje (dicho por una de ellas). Ese tipo de mujeres bonitas despiertan una admiración rápidamente eclipsada por otra mujer bonita en el programa siguiente. Poseen el engaño de los afeites, carecen de retos estéticos, engañan con la aparente perfección de proporciones derivado en el uso de sombras y luces provenientes de los tarros o tubos y la pericia de los competentes técnicos en la transmisión.
Hay mujeres atractivas cuya imagen perdura algunos momentos en la mente para dejar en uno el deseo de la cercanía compartida. Otras corresponden a lo que denominamos agraciadas; no ostentan las proporciones olímpicamente terrenas ni la medida base para el juicio de sus cualidades regida por la escala del 1 a 1 ?16, pero, aún sin la perfección convencional, “un algo” de indescriptible las dota con el atractivo para desear su proximidad.
Mujeres guapas hay pocas. Éstas, sin ser la réplica viviente de las adaptaciones culturales apetecidas, en sus ademanes, visajes, gesticulaciones, adquieren un encanto extraño a lo común para atraer en su ausencia y dominar con su presencia.
Las hay interesantes. No obstante que es un don obtenido con el tiempo, no cualquier mujer llena el término de interesante. Es necesaria una vida de asimilación para encontrar el propio espacio y con esas características desempeñarse en la vida. Una mujer interesante puede no ser bella en alto grado, pero posee la gracia, los elementos para resultar galana y con el valor adquirido en el arduo proceso de error acierto, su habla fija la dependencia hacia su persona.
Una mujer seductora —enredadas en el viejo término de hechicera— provoca en uno el oculto ardor, obnubila la razón y es pábulo para los pensamientos sublimes y las apetencias carnales. Despierta los ensueños y adormece la razón con equivocas señales.
La suma adecuada en armonía física, profundidad de pensamiento y sensibilidad manifiesta otorga a una mujer el título de bella. Usted ocupa ese renglón —concluí—.
—oo—
Esperé vanamente un ligero cambio en su mirada. Supe, al final que la distancia entre la intención de su pregunta y la valía de mi respuesta era abismal. Acaté la moraleja degradante del refrán: “Para el caballero caballo, para el mulato mula y para el indio burro”.
Comentarios Cerrados