En su nombre vital bulle la “sangre de la tierra” y en su heredad benévola palpita la multiplicación aromática con sabor y forma de manzana, de pera; el perfume exquisito de sus naranjales, de las limas y de las guayabas en dulce camaradería con el durazno y el tejocote. De su vientre ocre oscuro surge la multiplicación vegetal y de los granos, el sustento para la renovación de la vida humana y de los animales compañeros; sus tunales enrojecen la sonrisa y a la vista de sus imponentes sierras empalidece la soberbia. Mugen en sus poteros las vacas y en los templos rito y conmemoración son permanencia del dolor impostergable y sus diarias alegrías.
Quedan, por fortuna, sus largas calles enfrentadas al oriente y al poniente —reducidas en su frentes norte-sur— empedradas, flanqueadas por los grandes portones de gruesas maderas herradas y en el crujir de sus hojas vibran las mil historias veladas de aquellos que con un “buenos días” aún viven en los hijos hoy ancianos, amigos de los grillos y del galano amanecer, pervive su ser esencial en la dama enrebozada que al asear su acera comparte con el caminante la mínima expresión reconfortante de la vida. Hay un manantial alentador en la arrullante voz de sus mujeres bellas y en el saludo noctámbulo de los viejos amigos, de las nuevas amistades.
Sus más de cuatro siglos manifiestos en la esmerada labor civil y religiosa de sus canteros enclaustran el aroma familiar; la tranquilidad dentro de sus casonas levantadas sobre gruesos sillares de adobe, con sus balcones y herrería hermanan el lenguaje clásico con lo mudéjar, formas y estilos llevados al ceñido espacio en donde yacen todos los sueños y las diferencias humanas igualadas en el casi museo enriquecido con el trazo elegante, delicado, de las manos hábiles que conocen las entrañas de la piedra y la cantera, de la que extraen la forma hasta ahí ignorada manifestada en la sencilla lápida con sus cruces elevadas o yacentes o en el monumento familiar que aún busca alejar el dolor para recuperar la presencia arrebatada.
De sus jardines techados por un cielo azul Goitia —donde vuela un halconcillo— surge entre el verdor de sus arboledas y prados la balada emplumada que coreara un arrullo de bicicletas y el clop-clop de las cabalgaduras, el ritmo interno, lo esencial llevado a la vida diaria toscamente trazado en el tronco de un árbol celestino para el rito anhelado de una pregunta y una respuesta entre frases trémulas, cuando en sus noches la luna acompañara una corriente de aire fresco sobre los helechos adormilados en sus grandes macetones acomodados sabiamente en los pasillos de sus amplios patios o bajo las moriscas arcadas, guías de los sueños en las múltiples estructuras de las flores para beber ilusiones de sus cálices, mientras en el quiosco —estrechado por las jardineras— la serenata dictamina el estruendo de la alegría o el recogido fervor amoroso en canción, mientras allá, al lado de un camino silencioso un maguey ensarta brevemente entre sus púas la evasiva belleza de una estrella.
Un latido soterrado acompaña el extinguido murmullo del suave cause renovado en la caída desde el esbelto fuste de las fuentes coloniales y el estallido inmaculado de la tercera llamada desde la solitaria torre de su Parroquia cercana a la alucinación de un pozo distinguido y al cristalino tañer de la esquila en El Santuario, réplica de las lluvias que bautizan los campos y las conciencias con ritmo de guitarra.
Lugar de queso y de crujiente pan. En cada vuelta de esquina uno busca la mirada dolorida de una Fuente Sacra, enamorarla finalmente para saberla terrena y a la vez disfrutar de su voz y del contacto de sus manos donde enjugar los pecados adolescentes e imaginados.
En su nombre vital bulle la “sangre de la tierra” y la voz ancestral de la vida.
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