Campanario de hacienda. Acrílica sobre papel. 32 x 21 centímetros.
Acodados en el cercado de la porqueriza, lleno el olfato con el penetrante aroma mezcla de alimento, agua y deyecciones; en los oídos el gruñir de los lechones tras la ubre hinchada de la madre y el patriarcal enojo, la mirada transitaba de una a otra bestezuela. Fue el momento de la pregunta:
-¿Cuál te gusta?
-Ese, el blanco azuloso.
-¡Hey! –gritó a uno de los trabajadores– saca a ese del chiquero y llévaselo a…
Entendí que la pregunta no era en el sentido estético.
-Mira –añadí– si es en beneficio de la visita, déjalo en su lugar. Los guisos aquí son estupendos y no hará falta sacrificar al animal. Ya sabes, en realidad, mi gusto no va por la carne y lo que preparan en la cocina es, en mucho, para satisfacer a cualquiera. El queso, los huevos, las verduras, las tortillas, la salsa, el pan; las frutas, los dulces, el café… déjalo, insisto.
Esa fue la primera vez que logré su enojo, la otra cuando rechacé la botella, y no es porque me asuste ¡hombre! todos tenemos un pasado y algunos, denso. La tercera… que ésa quede sepultada en el trasfondo de la discreción, es mejor.
Le aseguro que en esa finca fui feliz mientras duró la amistad. Subí y bajé por los caminos, bebí del río –en aquel tiempo con agua propicia—más por compañía que por uso caminé con el caballo entre huizachales, vaguadas, veredas, baldíos, y llené los pulmones con el aroma acre de la majada vacuna.
Pero aquella afrenta al despreciar el regalo de una vida animal para mi sustento y placer corroyó el trato.
De más estará decir que de ahí en adelante todo era asunto de molestia y al afecto lo corrompimos junto con el agua del río y la fertilidad de esa tierra, en donde hoy el ganado reducido rumia el poco hierbajo disponible y la majada no llena las corrientes de un aire pesado. ¡Es una pena! A veces me llega el ramalazo de que aquello nunca fue amistad. ¡Ya qué!
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