Hay amores que nacen sin mediar palabra, sin una mirada que nos diga ¡sí! carentes del esbozo de un sutil ¡ven! amores que rompen el tiempo y que el silencio nutre.
Esos amores no están sujetos al beneplácito del otro, brotan espontáneamente y no tienen remedio ni el discurso receptor.
Ella fue el manantial sagrado para beneficiar la obra del poeta jerezano y trae zonzo a otro López, en quien, si algún rescoldo de familiaridad quedara, la ausencia de “Fuensanta” y las varias generaciones transcurridas nulifican todo asomo de incesto, cuando mucho, de él pende el membrete de necrofilia deslavada.
Josefa de los Ríos nació el 17 de marzo de 1880 en el espacio municipal de Jerez, Zacatecas, del matrimonio formado por Eufemio y Clara, lo que determina un lazo de tía política para con José Ramón Modesto López Velarde y Berumen nacido en la misma localidad el 15 de junio de 1888 y a quien él denominara –oculta su inclinación erótica-: “Fuensanta”.
De Josefa quedan pocas referencias. Salvo su precaria salud, el carácter retraído y sus destellos de nerviosismo, el don repetido por definición de su vida entre sus contemporáneos y que nos llega es el de que era una mujer que “dolía por donde se le viera”.
“Fuensanta” muere en la ciudad de México de una afección cardiaca el 7 de mayo de 1917 y sus restos depositados en el Panteón Francés del Viaducto el 8 o 9 de mayo del mismo año en la vigésima avenida, fosa 76 y exhumada del mismo espacio que hoy ocupa el monumento al matemático mexicano Sotero Prieto Rodríguez, quien expirara el 22 de mayo de 1935, lo cual indica que fue poco antes de esta fecha el retiro de los despojos de Josefita.
En este país, en donde la burocracia carroñera esquilma hasta la mínima historia, la información del destino de los restos de Josefa de los Ríos –si la exhumación fue por motivo del vencimiento de los derechos temporales o por solicitud de sus familiares- permanece arrumbado en el misterio de la documentación para dejar sin respuesta la interrogante manifestada al amparo del afán informativo y de un enamoramiento rebasado por la realidad.
Un amor así no compromete y deja el espíritu lacio, ese es su pecado; la gloria íntima en quien enraiza es su valor y trascendencia.
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