Imagen serena de un hechicero moderno provisto de mechero, prensa, corcho y pildoreros; probetas, morteros, tubos de ensayo, matraces y pipetas; cucharillas, moldes, balanza y potes… una bata blanca sobre el pulcro traje y un racimo de plumas junto al tintero.
Boticario de una villa tranquila (inquietada con el tronar revolucionario y la consigna cristera), heredero de la ancestral sabiduría obtenida en el franciscano recinto erigido en el siglo XVI en la Guadalajara, capital de su antigua Nueva Galicia, hombre que de entre la enciclopedia integrada por alambiques, peroles y cazos encontró la ebullición del verbo en tiempo adecuado y en el diccionario aromatizado con la manzanilla, camomila, yerbabuena, ruda, flor de azahar, pasiflora, anís, orégano, epazote, perejil, cola de caballo, boldo, menta, ajenjo, tilo y el perfume de las hojas de eucalipto, del naranjo, mandarino, limonero y la flor de la jamaica, fijó el artículo, el sujeto, la rima sencilla del espíritu viviente bajo un cielo azul transparente –apenas aborregado– y que con el yodo y la tintura de nuez coloreara la palabra, la existencia y apetencias pueblerinas de un tiempo ahora ido y cuyo ritmo aún estrecha la consciencia transformada en nostalgia.
Y no es un imposible que entre su libro de registros, en la desechada caja registradora o entre los tomos de sus libros de textos vertiera el término adecuado, que entre ellos enraizara el enunciado y que en algún recorte, en alguna fórmula química o en el cuaderno de apuntes, yazga aún el boceto enmohecido de un poema inconcluso, apenas presentido.
Queda la imagen del boticario inclinado en el largo mostrador barnizado o frente al amplio escritorio sobre el que la pluma nerviosa, acicateada por la idea, corriera lenta sobre el papel y en esa cuna dejar el sentido de una vida y un paraje transformado y que de ese, su pasado, el hoy poco retiene, porque las imposiciones de la modernidad exigen un término liviano que en nada hermana con la meditada exaltación de un bardo farmacéutico de pueblo.
En la palabra de Francisco queda el aroma a tierra mojada, el rítmico frescor de las lluvias de mayo traído en el vientre rugoso de las nubes gruesas y en el agua de la fuente yace la voz de su constancia donde permanecen los pregones callejeros junto a la plegaria beatífica; en él, las menudas cosas de la vida son vitales y el doble colorido de las casas referencia y pertenencia, matriz protectora para al colorido floral asentado en las múltiples macetas y arcos de sus patios.
Y el milagro surgió hace apenas unos lustros. Contigua a las penurias de lo diario, aledaña a las carencias cotidianas y las exigencias de la profesión, floreció la expresión fresca semejante a su río, al aroma tenue de la leña y a la neblina matutina en “La cañada”, el reflejo de su sol sobre la alta cúpula y el trino de los pájaros que imitaban el habla cantarina de las mujeres de su tierra. Sarta poética naciente en el recinto oriente de su Plaza Principal al que llegaran el aroma del pan recién horneado, las frutas y los dulces coloridos; el zureo de las palomas, el crujir de una falda, un “¡Buenos días, compadre!” junto al punto y coma preciso, aliado al siempre doloroso punto y final.
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