Campus

Atrás quedó la frontera

“Soy más yo con los otros, porque en el tzentzontle estoy”.
Hijo de Octli

Esa línea distante y hasta hace poco ajena, incomprensible, la barrera divisoria entre el pasado y lo reciente es nueva consideración personal, y si usted pregunta –cosa que seguramente no afecta a sus intereses ni forma parte de sus prioridades–, salvo cuando enfrento al espejo, la realidad adquirida semeja un tanto el período de un ayer aún no inmerso en la bruma de la memoria.

Sí, es verdad, salvo tres, doce o treinta y tantas arrugas en el rostro y docenas de cabellos menos entre la frente y la nuca, quedan en este ser –aún con brío– algunas apetencias tachadas de aberrantes.

Niño Aguada sobre marquilla 13.4 x 18.5 centímetros.

De aquella época de juventud permanecen en el recuerdo modificado los fragmentos –casi ideas, al final– de algunos libros compañeros –otros de ellos anidados en vericuetos cerebrales por el “aprendizaje indiferente”– y miles de páginas no intuidas que marcan esta imperceptible historia y sus apetitos, algunos satisfechos, otros pospuestos y otros sin consumar junto a un rosario donado para el penitente.

Hay que confesarlo; la vista dañada, uno que otro vicio menguado y la vergüenza por tanta tosquedad acumulada corren emparejados a la consciencia de los arrebatos con la energía mal empleada y la pérdida de los discretos afectos cuya humanidad nos abandonó en la tristeza continua: un cementerio particular con menos visitantes y cada vez con más enseñas sobre las ilusiones por futuros en común, truncados.

Quizá la vitalidad no es la misma y los pasatiempos absurdos; tal vez a su juicio la eterna ficción repetida inmisericordemente sólo sea un motivo para la corrección constante y el embellecimiento de un pasado que tiene de esplendoroso sólo el anhelo; toda leyenda posee el mismo principio y para esta mínima fábula que será emborronada en la ficción general, me place la gloria pasajera del “aquí estuve” con un tanto de perfección prestada.

Seguramente mi pulso le cause desasosiego, a veces la lengua recibe tarde el vocablo brotante desde el fondo gris anquilosado, son gajes –casi diría condecoraciones– recibidas en el tiempo y por él, pero, lo seguro es que nunca fui el mejor ni mis cualidades las óptimas (en cuanto a las virtudes, es mejor es dejarlas en paz y en su estuche).

Todas estas vetas sobre la máscara adolescente hablan de los lugares a donde fui, las historias ocultas y los goces omitidos; de las flaquezas oreadas, de las iras externadas y de los dolores tragados a la fuerza, preferentemente en soledad.

Si es verdad. Traspuesta la barrera temporal ya goza uno de patente para la obcecación, parvo su imperio con el cual pido que no me ubique bajo el palio de la “tercera edad” ni del “adulto mayor”, “la juventud acumulada” ni a cubierto con el eufemismo de “cabecita blanca” –ya dijimos que la frente creció considerablemente hacia la coronilla– vendrá excelentemente el término de “viejo” que antecede con dos o tres minutos a la frontera con la ancianidad para nutrir a la ilusión agobiante por evadir la senectud; estos son los títulos y la responsabilidades otorgadas por un tiempo que proporciona el derecho a la terquedad y transforma a los muchos en necios con la ampulosa verborrea del pretenso sabio; porque la terquedad en la vejez es resultado de la búsqueda y el fracaso y, la necedad, de aquel que asume la torva imagen de la “perfección humana”.

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