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De lo bello

Lo dijo con ese casi susurro que clama por la atención de los cercanos:
— ¡No entiendo por qué a usted no le gustan los pobres!
— ¡Los que no me gustan son los feos! — respondió la dama tras el mostrador.
Ante esto, pagué el consumo y me fui con un tanto de conmiseración por el frustrado y lacrimoso galán, contenida la sonrisa para no ahondarle en la pena.
Y el diálogo quedó fijo en el ánimo por ser de esas cosas sencillas que a la vida marcan, porque al final de la cuenta esa es una de las interrogantes en la vida ¿qué es la belleza? Y por más que la mayoría de los filósofos, de los maestros en el arte y los estetas pregonaban —y no siempre de acuerdo entre ellos— medidas y características, ese bien queda más en el valor e influencia del entorno cultural, en lo convencional, e inclusive en lo caprichoso, que en los farragosos tratados donde el “aura mesura”, la proporción 1:1 o la contemporánea 1:1.16 son perlas del ocio intelectual. 

El concepto y aceptación de lo bello cambia según las modificaciones que el diario hacer y los intereses fijen en el grupo social. La belleza plasmada por Pieter Paul Rubens en poco seguía los cánones del concepto griego clásico reinstaurado en el periodo romano. Rubens reflejaba la verdad incontrovertible ceñida a su momento histórico, social y religioso durante la terrible “peste negra” que arrasara con todos aquellos (y, sobre todo “aquellas”) cuya alimentación deficiente, su incapacidad económica para alejarse hacia alguna lejana propiedad rural acarreaba la maldición caída en su humanidad desnutrida e insalubre: era, pues, “gracia y don” de orden económico y no regalo de la divinidad. Hoy la obesidad es sinónimo de descuido, sedentarismo y desarreglada alimentación. 

Atiborrados de una imagen triunfante, por décadas aceptamos que lo rubio era un determinativo para el éxito, de la pujanza social: un portento; para ello la embotellaron alguna vez y estábamos convencidos que la mejor cerveza era “la rubia que todos quieren” y a la cual deberíamos de extraer del recipiente a fin de satisfacer esos apetitos inconfesables, década y reino temporal de la deseada Lesley Lawson (mejor conocida por Twiggy). 

No interroguemos ni nos ahoguemos en tratados de altos vuelos. La belleza resulta ser un concepto un tanto etéreo, hormonal y mudable por latitudes y circunstancias temporales. Es cosa de ver cualquier programa matutino en el que las recomendaciones en pro de la belleza de “nuestras personitas” (sic) determinan la coherencia y el juicio sólido en los “cultores de belleza”: si la niña es morena, crema aclarante; si pálida momia, a la cama bronceadora; greñuda, un corte de cabello (ellos dicen “pelo”); si usa melenita, lo adecuado son las extensiones; le depilan las cejas para crearles un mejor arco orbital, si es de labios carnosos, con dos o tres tonos de labial logran el adelgazamiento o viceversa; si de pechos pequeños, rellenos o aún mejor: cirugía; si pequeñita, altos zapatones; ¿le gustan la falda? cambiar a pantalones; si prefiere el pantalón, no le vendrá mal una faldita sexi ,si… en fin, todo lo contrario es la regla. 

—oo—
Determiné que al regresar a la tienda ocultaría toda manifestación de admiración por los atributos de la dama, no vaya a ser que me califique en ese grupo de varones poco gratos físicamente, con ello, mi ya endeble jactancia quedaría irremediablemente estropeada.

Acerca de Víctor Manuel López Wario

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