Sería el año de 1962 o 1963. Al padre Flaviano Vargas Vázquez le solicitaron celebrara el matrimonio en alguna de las pequeñas rancherías en los alrededores de San Antonio de la Unión del municipio de Lagos de Moreno, en Jalisco. Terminada la ceremonia y la toma de un “refrigerio”, las obligaciones de su ministerio determinaron el regreso al Convento y Templo de la Merced del cual saliéramos al iniciar el día.
En ese momento, los fieles reunidos para el festejo pidieron al sacerdote un poco más de su presencia con el argumento de que pronto llegaría un mariachi para animar la reunión. No obstante los ruegos y con las disculpas debidas, montamos en la bicicleta desde la cual y al afianzarme en “los diablos”, vi la llegada de un hombre joven con su guitarra al hombro en compañía de un anciano con su violín.
Esa imagen quedó guardada y tiempo después –muchos años transcurridos desde aquel festejo– la impronta inquietante de aquel “mariachi” quedó plasmada en lienzo y gestó el deseo para ahondar en la historia de esa agrupación compañera de todo acto comunitario en México.
Fue recopilar y asentar la información ratonil sin la experiencia “de campo” para que, lo reunido durante un año o más, fue a perderse en el fondo del cesto para los desperdicios al conocer la acuciosa, apasionada y paciente labor puestas a la luz pública en la obra “El Mariachi” del maestro Jesús Jáuregui editado a fines del 2007 por INAH-Conaculta-Taurus.
Si algo es de agradecerse al maestro Jáuregui –independientemente del ahorro de un esfuerzo inútil de quien no está preparado para tal fin– es el de desmitificar la concreción de la contemporánea agrupación modificada comercialmente cubierta con el nombre de “Mariachi” y establecer un derrotero posible desde la formación de los llamados coloquialmente “chirrineros” para cancelar la absurda afirmación de que tal nombre derive de la lengua francesa: “Por lo pronto, la tierra plantea un reclamo de autoctonía para la palabra mariachi/mariache con la existencia del rancho homónimo en Santiago Ixcuintla, Nayarit, quizá desde 1807 y sin ninguna duda desde 1832.” (página 200), para casi al concluir la investigación plantear: “Sería cuestión de averiguar si en alguna lengua indígena de aquella región –o en alguna de sus variantes– se designa con tal nombre al juanacaxtle-parota (Enterolobium cyclocarpum Jacq.) o al camichín-chalate (Ficus goldmanii Stand. o Ficus padifolea H. B. K. o Ricinus communis), árboles gigantescos de cuyos troncos se fabrican las tarimas (para el baile zapateado). Otra vinculación semántica que no debe descartarse es la del poblado con el grupo de músicos que podría haber habitado allí.” (página 193).
–oo–
La pintura que acompaña este recuerdo lleva por nombre “La boda” porque fue durante una de estas vitales reuniones pueblerinas que la reducida agrupación apegada a sus raíces, entorno y realidades* impresionó la imaginación de un pretenso sacerdote bajo la guía de su tutor.
Es cierto –y en ello coincidimos con el autor del libro aludido, Jesús Jáuregui– aún queda mucha investigación pendiente para los lingüistas a fin de establecer, por medio de un ejercicio exhaustivo, el origen del vocablo sin necesidad de una tutoría cultural alejada a la influencia de un medio ambiente determinado, diferenciado, rico en expresiones y propio.
–ooo–
“…
Aquí se admiran de oír esas músicas
que andan tocando por aquí y ahí.
Pero no los cambio por aquel silencio
del triste valle donde yo nací.
…”**
* ”Los músicos de la tradición mariachera, son, en lo fundamental, ejecutantes de variaciones del complejo arpa-violín-vihuela.” Página 214, obra citada.
** ”El triste valle donde yo nací” (Canción tradicional de Arandas, Jalisco. Ismael Limón, voz y guitarra. Música campesina de Los Altos de Jalisco. INAH-Conaculta, 2002.
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