Tolteca: artista, discípulo, abundante, múltiple, inquieto.
El verdadero artista: capaz, se adiestra, es hábil;
dialoga con su corazón, encuentra las cosas con su mente.
El verdadero artista todo lo saca de su corazón;
obra con deleite, hace las cosas con calma, con tiento,
obra como un tolteca, compone cosas, obra hábilmente, crea;
arregla las cosas, las hace atildadas, hace que se ajusten.
El torpe artista: obra al azar, se burla de la gente,
opaca las cosas, pasa por encima del rostro de las cosas,
obra sin cuidado, defrauda a las personas, es un ladrón.
Cita don Miguel León Portilla en “Los antiguos mexicanos” (FCE, 1996) de “Los informantes de Sahagún, Códice Matritense de la Real Academia, fol. 175 v.,” para ejemplificar con bellos poemas la conciencia ancestral en la distinción entre el buen artista y “los realizadores de engaños”: los malos operarios.
Ahí aparecen: el tlahcuilo, artista de la tinta roja y de la tinta negra (el pintor); el amantécatl, el artista de las plumas finas; el zuquichiuhqui, “el que da un ser al barro”; a los trabajadores de los metales preciosos; el teucuitlapitzqui, el orfebre, el artista “de mano experimentada, de mirada certera”; el tlatecqui, el gematista; el cuicapicqui, el poeta, el que “viene del interior de Tula” y que ante su influjo “se han abierto las palabras y las flores”; el cuicani, “el cantor, el que alza la voz”,
Cada uno de ellos, con el poder del saber antiguo y preservado, pleno de símbolos y metáforas, otorga a quien goza de esas verdades un rostro y un corazón (in ixtli, in yollotl), una valía de persona, aprendida a transmitir en las “casas de canto”, en las cuicacalli”.
En su labor, el verdadero tolteca será del privilegiado grupo de los “hombres de acción y pensamiento, se convertirán entonces en cantantes y poetas. El mundo será el escenario, siempre cambiante, que ofrece la materia prima de la que habrán de elaborarse los símbolos asimismo cambiantes. La divinidad, todos los dioses y todas las fuerzas que el hombre no alcanza a entender, serán fuente de inspiración, don supremo que puede introducirse en el corazón o movilidad de los hombres para hacer de ellos un yoltéotl, ‘corazón endiosado’, poeta, cantante, pintor, escultor, orfebre o arquitecto, creador del nuevo hogar cósmico en el que viven los símbolos portadores de un sentido capaz de dar raíz y verdad a los hombres”, asienta don Miguel León Portilla en las páginas 182 y 183 de la obra citada.
En el manuscrito Cantares Mexicanos, fol. 9 v.-11 v. en la página 138 de “Los antiguos mexicanos”, Ayocuan, de Tecamachalco, elogia a la ciudad de Tecayehuatzin, huésped para la reunión de poetas: Huexotzinco, en donde:
Como si fueran flores,
allí se despliegan los mantos de quetzal,
en la casa de las pinturas.
Así se venera en la tierra y el monte,
así se venera al único dios.
Como dardos floridos e ígneos
se levantan tus casas preciosas.
Mi casa dorada de las pinturas,
¡también es tu casa, único dios!
En Huexotzinco, Tecayehuatzin, su señor, reunió a los poetas: Ayocuan de Tecamachalco, Aquiauhtzin, señor de Ayapanco; Cuauhtencoztli, poeta de Huexotzinco; Motenehuatzin, príncipe teupil, Xayacámach, Tlapalteuccitzin, Monencauhtzin, todos ellos preocupados por el significado de la estadía del hombre en la tierra y la relación con una divinidad distante e inconmensurable a la vez que la valía de “la flor y el canto”: el arte y la poesía, y la irresoluble interrogante de si es esto lo que le da sentido a la vida.
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