Entendidos de la proclividad al consumo inmoderado de la bebida entre los pobladores, los mexica establecieron lineamientos represivos sumamente severos: “… y si parecía un mancebo borracho públicamente o si le topaban con el vino (octli), o lo veían caído en la calle, o estaba acompañado con los otros borrachos… si era macegual castigábanle dándole palos hasta matarle … o le daban garrote delante de todos los mancebos (del barrio) juntados, porque tomasen ejemplo y miedo de emborracharse; y si era noble el que se emborrachaba, dábanle garrote secretamente”.
Jacques Soustelle amplía sobre las leyes en contra de la embriaguez al asentar que”… las ordenanzas de Nezahualcoyotl castigaban con la muerte al sacerdote sorprendido en estado de ebriedad, y lo mismo al dignatario, funcionario o embajador que se encuentre borracho en el palacio; el dignatario que se haya embriagado sin hacer escándalo recibe por ello un castigo no menor, pues pierde sus funciones y títulos. Al plebeyo sorprendido en estado de ebriedad se le exponía la primera vez a las rechiflas de la multitud mientras se le rapaba la cabeza en la plaza pública; en caso de reincidencia se le castigaba con la muerte, pena que correspondía a los nobles desde la primera infracción.”
La penalización –basada en un principio de productividad– tenía su contraparte en la permisividad a los huehuetque (los ancianos), a quienes en razón de su edad y experiencia, cada uno por ello mismo era: “Respetado por todos, daba sus consejos, amonestaba y advertía. En los banquetes y comidas familiares podía, finalmente permitirse embriagarse sin temor con octli en compañía de los hombres y mujeres de su generación”, consumo extendido a favor de aquellos individuos a quienes sea por compra, captura en las “guerras floridas”, voluntarios, esclavos, y a los nombrados ixiptlas (representantes de los dioses) a quienes les beneficiaban con el aturdimiento propiciado por el licor o con alguna sustancia alucinógena. Es quizá, esto último uno de los aspectos “demoníacos” por los cuales, ante la nueva visión, la bebida recibió el descrédito e imagen de corresponder a práctica viciosa de la hez en la sociedad, del peladaje, licor del “ganapán”, del sector inculto: de los miserables.
En la página 160 de su trabajo, Soustelle anota: “Nos encontramos aquí en presencia de una reacción de defensa social, de una violencia extrema, contra una tendencia igualmente violenta: el transcurso del tiempo lo ha demostrado, pues en cuanto la conquista hubo destruido las estructuras morales y jurídicas de la civilización mexicana, el alcoholismo alcanzó entre los indígenas un desarrollo prodigioso.”
Jacques Lafaye en “Quetzalcoatl y Guadalupe” (página 119, editada por el FCE 1983), asienta: “Estos dos textos de Sigüenza y Góngora (el autor refiérese a ‘Paraíso Occidental’ y al ‘Alboroto y motín de México del 8 de junio de 1692´) nos permiten medir exactamente la distancia entre lo maravilloso criollo y la realidad mexicana, y entrever el abismo que separaba a los indios emperifollados encaramados sobre arcos de triunfo barracos de los indios hambrientos que lapidaron al arzobispo y al Santo Sacramento, antes de incendiar el palacio del virrey. Con una falta de perspicacia notable en su espíritu tan amplio, don Carlos (como suele ocurrir) compartió totalmente los prejuicios contra los indios de su medio social, atribuyendo a los efectos del pulque o licor de agave todo el drama y pensando que se evitarían eficazmente nuevas asonadas prohibiendo por completo el pulque en Nueva España. Este letrado tan hábil para revivir a los indios del pasado, prefirió apartar su mirada del indio de su tiempo”.
Por su parte, Reina Cedillo Vargas y Antonio Gudiño Garfias, en “Presencias y encuentros” (página 232, INAH/DSA, 1995) informan que la actual calle de Perú llegó a conocerse con el nombre de “Calle de la Pulquería de Celaya” porque en ella estaba antiguamente el establecimiento que abriera su primer propietario con ese apellido sin que sea posible asentar la fecha de su apertura al público aunque “se sabe que lo hizo por muchos años, pues en 1753 los alcaldes del crimen de la Audiencia de Nueva España, ante la proliferación de los expendios de pulque y las quejas de los vecinos por los escándalos que ocurrían en ellas, decidieron limitar el número de establecimientos a 35 y repartirlos por cuarteles con un inspector encargado de vigilar que se respetara el orden”.
Poco adelante en el mismo párrafo, los autores determinan que fue en ese mismo año de 1735 cuando “… al dueño de la Pulquería de Celaya, don Vicente de la Rivera, se le concedió licencia para terrarla y poblarla de acuerdo con el nuevo impuesto del pulque blanco, estableciendo las condiciones en que debía expenderse: tenía que ser puro, sin mixtura de ninguna especie ni nada que pudiera mudar su natural calidad, el horario de venta sería de sol a sol, las mujeres permanecerían afuera y los hombres adentro, quedó prohibida la venta de almuerzos, envueltos y comidas, además de la música, el baile y demás escándalos”. y eran punto de reunión para gente “de todos los estratos sociales: frailes, toreros, actores, ´niños bien´, comerciantes y el pueblo en general”. En cuanto a la ubicación de las mujeres fuera del expendio, la recomendación toma fundamento en la antigua creencia de que el pH propio de la mujer durante sus periodos menstruales alteraba las propiedades del nehutle, del tlachicotón, de la bebida nutritiva a la que “sólo le falta un grado para ser carne” y que a más del placer en la convivencia entre los iguales, posee atributos afrodisiacos –por si algo le faltara–.
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