Un «siempre» desuncido a un siempre ajeno.
Hora de aprender a olvidar el calor mediado con el propio en la estructura indagada, interrogada en sus curvaturas, hendiduras y cimas; el descubrimiento de aquella cicatriz en donde prosperara la caricia del eterno aprendiz de su forma.
En la soledad, los ojos desmemoriados recorren el sendero estrujado por la saeta ardiente que extasiara a la Santa de Ávila, vanguardia al posesionamiento de la mitad ya perdida.
Y no era derrotero nuevo. Fue novedad constante jalonada en el tiempo, redescubrimiento a lo largo, a lo ancho, a lo profundo… Los dedos indagaron en la brecha marcada por la cálida humedad, camino y esfuerzo puestos en cientos de símiles sobre un vientre en donde el tacto fuera contenido ante el pregón del estallido; pradera templada y tersa para un fragor liberado con la temblorina imperceptible surgida desde el torrente profundo, preludio para la dispersión de un tú en un yo.
Ardiente lago del siempre, del repetido último canto de un cisne arrebatado en el continuo del olvido.
–oo–
Veo esa imagen infantil y en ella algo cambió.
¿Qué es permanencia? ¿Valió la pena encomendarla al amparo del papel sobre el que expuse –con el trazo del lápiz– célula a célula sus tejidos, la falsía de su vitalidad abandonada en ese ángulo del recuerdo?
Veo esa imagen infantil y en sus ojos pulsa una historia silente, poseen un devenir en fachada parvularia, en donde un atisbo de futuro enjuta la frente y algún beso extraviara la conciencia en formación.
El gran fracaso: todo por vivir, todo por saber.
Torso. Vinílica sobre cartulina. 34.8 x 52.4 centímetros.
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