Él era un amigo casi veraz. Al amanecer definía sin disculpas la realidad. Rápidamente declaraba su veredicto sin contemplaciones ni discursos atenuantes, afirmaba tajante su dictamen sin temor a herir con su verdad por más que mi ánimo alicaído buscara su aprobación.
A fuerza de cotidiana su opinión pesaba sin razonamiento personal en el transcurso de las estaciones únicamente en la síntesis de vivirlas.
Un día que la consciencia atajó la respuesta declaró aquella —hasta entonces— paulatina e inadvertida brillantez en la frente ampliada, los surcos que “repentinamente” marcaban un gesto desconocido y la multiplicada transparencia capilar; mostró unos párpados abotagados, el acuoso mar de las temporadas acumuladas en los ojos veteados en rojo yacente en la progresiva profundidad amoratada en las cuencas agobiadas por el arco de las raleadas cejas.
Ese viejo amigo, bruñido, descendiente directo de la profética superficie de las aguas calmas de una poza sacra, de la opaca realidad en los vetustos pulimentados en metal, de los primitivos azogados, réplica yacente en la plancha de vidrio con su delgada capa de plata o aluminio es manifestación del alma propia — ¡Ay! conde Drácula—, puerta para el viaje de Alicia, ausente en esta demostración desconcertante de la imagen personal.
Sé que él no era perfecto, que en él jamás reposaría una réplica de santidad, pero, era por medio de quién desearme un buen día y al final, un buen descanso.
Ayer, enfrentado a su verdad ante el intento por eliminar aquello que en otros merece el nombre de barba, un manotazo inadecuado arrojó por el piso en cientos, en miles de fragmentos al fiel compañero, al amigo que sólo ofrecía una desesperante inversión de la realidad; ante el horrendo descuido y en contra de toda lógica científica, iniciaba la fatal cuenta de los siete años… pero, esta es una historia común con cabida para todos.
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