Larga, profunda y pesada cenefa espumante, guadaña batiente es la densa nubosidad sobre el Golfo. Atmósfera trastornada, perturbadora; aliento espeso, abrumador; turbulencia actual de laya antigua, tromba inasible, incontrolada que inunda lo inundado con rizos agitados, trémulos: flagelo acuoso.
Traspuesto el abrigo telar, desde los cabellos el agua escurre por los canales y pliegues de la piel, esquilma parte del calor corporal para fluir hasta el calzado y de éste manar sobre las piedras alineadas, restregadas por otros temporales y testigos anónimos, sustentáculo oscurecido bajo la cúpula retumbante por un viento cargado con millones de hirientes gotas, lluvia torrencial que azota al rostro con el envite agresivo transformado en caricia libertaria. Lóbregas las sombras de las nubes que en cúmulos negros, impenetrables, aíslan con su desamparo umbrío un recién construido “yo” perteneciente al mar, himno final ajustado al ritmo del embate mientras las aves, escondidas en alguna torre, en cualquier alero, atestiguan la oferta, la postrera tentación.
Agua agitada en la ebullición de las crestas en blanco sobre la ennegrecida viridina de las cúspides confundidas en una sola visión de cercanía y profundidad, distorsión del horizonte del que sólo queda un cúmulo enorme, oscuro, espeso, hipnotizante, una turbulencia suicida que envuelve a un San Juan de Ulúa emborronado en las tinieblas, latente entre el caos del soplo inmisericorde y el estrépito acuoso que repercute densamente en las entrañas.
Penumbra embellecedora, belleza en ajena manifestación, torrente en caídas, rizos, vueltas y revueltas que agita las melenas de las trastornadas y oscurecidas estipes aferradas a su tierra, vértigo de pertenencia, de ser uno en la vorágine atmosférica, ajeno al ayer, sin futuro, solo, vivo en el momento de la agitación y en el destello repetido, esclarecedor, fugaz manifestación susurrante de un remoto y profundo “Ven, ven…” y nada más en la proximidad, nadie a quien hablar, a quien escuchar, porque las palabras no son de ese estado y únicamente es perceptible el estertor del torrente en la comunión lograda: unirse, hundirse en ese caos para conquistar la razón primera en aquella beatífica violencia, que, impenetrable, es salvífica integración a la vertiginosa oscuridad, a la vigorosa revelación del día transformado en noche desgarrada por los borboteos del mar, espumajos vencidos ante los pies y que, vueltos al fondo, regresan a su origen lejano para revenir briosos, revueltos, blanquiverdes.
Uno es parte del todo en aquella fugaz réplica de la Creación, en el coro contrapunteado del universo primigenio entre el viento, la lluvia, el mar y la tierra bajo un cielo macizamente oculto reventado esporádicamente por el retumbo trémulo del trueno y la voz menuda de las centellas. Sensación sin vocablo, simbiosis sin nombre de viento, de lluvia, de mar, de tierra o de oscuridad, era todo a la vez, únicamente sensación y casi fuga personal de aquel testigo en el escenario en donde dirimían su poderío las fuerzas desatadas y la versión apacible de la Naturaleza.
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