Tenía la voz punteada por el tartamudeo incontrolable embozado en poquedad; en la mirada las heridas de los vicios y un brillo oculto, acuosos, bajo los pliegues de la frente ampliada con el rigor de las esperanzas acumuladas. Carecía de filosofías y resultó nulamente propenso a la perfección y al confesionario.
Para él no eran necesarios los letreros prohibitivos, el frente del predio era respetado y el portón sin tranca permanecía abierto con los grandes macetones rebosantes de helechos para el goce de su mirada; lo ajeno le era sagrado y el venerable título de “don”, logro en la vida y no substituto de un nombre desconocido o ignorado con indiferencia.
Porque él era de esa generación desaparecida a la que entorchamos y prendemos medallas en el pecho, a la que le negamos la contravención de los dictados divinos y que llenaban sus días con nefandos vicios.
Con su muerte nos dejaron en el vientre un vacío colmado de dolor por su abandono, carentes de herencia y sin sueños; porque ante la altanera revisión histórica les arrebatamos los ideales que les impusimos y con ello quedamos sin ejemplos y sin metas; porque al echar una mirada sólo en las miserias y el vibrar de su carne los desterramos de los libros y perdimos un pasado.
Que son leyendas y fabulación es verdad y aún nos son necesarias, porque en el sueño de la infancia son asidero para evitar el despeñadero.
Les inventamos leyendas y fabulaciones junto a un pasado que a nuestra óptica siempre fue mejor y luego extirpamos entre burlas y maldiciones lo que les endilgamos: sólo eran humanos pecadores, falibles y con vicios, con dos o tres ideales propios y una que otra canción enhebrada a un sueño ajeno; seres que en su patronímico ocultaban pasados inconfesables y de quienes provenimos.
Ayer murió el último de ellos y hoy lo enterraron. Con él sepultaron la palabra empeñada con firmeza, el testimonio personal que en la expresión escrita era exigencia decir con trazo galano y mejor ortografía por ser verdad incontrovertible expuesta a la corrección, ahí le encerramos sin aquella voz su punteada con el tartamudeo incontrolable embozado en poquedad, ya sin las heridas de los vicios y el brillo oculto, acuoso en la mirada. Con el yace la rancia idea de que cualquiera podía ser quien fuera, pero “Don” sólo unos cuantos.
Era sólo un hombre y hoy, vaya que falta en la ronda social.
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