La invitación fue a una comida campestre a las 14:00 horas, lo cual les obligó a la interrogante: —Y en tanto ¿qué hacemos? Porque el tiempo en ese día de cierre acostumbrado en los negocios —lugar y tiempo para saludar a los amigos y conocidos—, implicaba un lapso huero para esos dos seres domados en la prisa.
Ante la manifiesta recomendación de su médico (¡Usted necesita ejercitarse!), caminaron la distancia del Hotel a la finca del encuentro. “El centro” de la ahora Ciudad —la parte bella que le hace un “Pueblo mágico” especial—, resulta un eufemismo ya que el crecimiento poblacional abruma el espacio hacia el oriente y ellos, con dirección poniente, salieron de la zona comercial y poblada en pocos minutos. (“Una hora [una hora quince, cuanto más] para llegar con buen paso al lugar.”)
Divididos por la carretera, los espacios resecos con insinuados y requemados surcos de labranza, vestigios de una mal fundada esperanza temporalera, marchitos, agrietados —sin el profético vuelo de los cuervos—, marcados por el alineamiento de piedra sobre piedra continuadamente derrumbadas para constituir las propiedades diferenciadas, recordó la vez en que, en el MEM (Movimiento Ecologista Mexicano), surgió la propuesta para intercalar la siembra de arbolitos frutales endémicos entre las ofensivas barreras rocosas, hileras de verdor en donde la sombra atrajera a las nidadas y revivificara el ambiente con fragante soplo.
Con el cansancio ascendente a todo el cuerpo, Enrique aprovechó un tocón oscurecido para recuperar su aliento, el acompañante lo adelantó en el recorrido y le dio tiempo para realizar un apunte a la aguada de aquel maguey obstinado en sobrevivir en el espacio frontal de una covacha podrida donde los niños de la localidad aprehendieran mal las letras. El maguey, rodeado de un multiplicado vencimiento de estructuras ocre/café que alguna vez fueran “eterno verdor”, contuvo unos instantes la ñanga figura de un coyote joven en asociación involuntaria a la imagen y la sombra de los cipreses gemelos a la salida del Panteón de Dolores que, en aquel pasado reciente, forzó a Enrique a preguntar: ¿Por qué pintaste la parte de adentro si tiene mayor lucimiento el frente, desde la entrada?
—Porque es la visión de un visitante que aún puede salir.
Muy alto, el halconcillo que vieran volar en círculos sobre la torre de la Parroquia en espera de alguna descuidada paloma, recortaba el cielo azul Goitia falto de nubes que alegrara el corazón de los campesinos con la promesa anhelada en aquel terreno abrumado por años de vehemencia marchitada, repujada en sus sierras con la tonalidad del cinabrio.
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