Jaime en la esquina vocea sus periódicos ritmado el pregón con la mudanza del verde al amarillo al rojo, mientras, una ligera corriente de aire agita las ramas de un tenaz y escuálido arbolito afianzado en el camellón y oculta —en el pequeño campanario de “La Aparecida”— la transformación de un capullo promotor de la esperanza: la emocionante continuación acorazadamente frágil, vigente.
—Dos—
Perlita, con falda y pantalón y sobre la espalda un sweater raído, acerca su caja de chicles ante la ventanilla cerrada del auto deportivo último modelo rojo metálico sobre el que un pájaro maldecido arrojó una cagarruta. Desde el fétido callejón —guardatodo al aire libre del elegante restaurante adornado con el brillante verdor de las abigarradas hojas de plástico— un gusano atolondrado mira intrigado y hambriento desde el borde del macetón.
—Tres—
Inicia el día. En “La Rinconada”, Eduwiges barre el rocío adherido al empedrado y al plumaje que las torcacitas abandonaron sin dolor en el pleno rebullir del despeleche. En tanto, por el oriente vibra el vapor apretado en el vientre de la locomotora que, cuando fugado, enmudece los afanes de los portadores y a la gritería de vendedores. Un perro despistado espera que el pasajero antojadizo abandone algún bocado para nutrir con él su aullido a las estrellas.
—Cuatro—
Ya es tarde, casi noche del viernes, con los amigos reunidos y los vasos pretendidamente limpios sobre la mesa de la peluquería el vetusto tocadiscos de don Lupe repite “Carabela” en la voz de Javier Solís. En el balcón, una mano femenina saluda a quien, semioculto entre los árboles del pequeño y elevado jardín, tararea la tonada mientras la gente mira a la luna llena que, tras la torre de “El Rosario”, secretamente indica a las aves el camino hacia el nido.
—Cinco—
Eran dos macetas que acompañaban con el colorido de sus amapolas el aroma a ladrillo lavado con lechuguilla en aquel patio de la casa provinciana. La belleza de esas flores no desmerecía ante la obra de Adolphe Monticelli y, aunque no aparecían en el catálogo de Claude Monet ni en el de Vincent van Gogh, eran realidad de la vida destellante. Eran dos macetas con una amapola y sus vástagos en cada tiesto; eran únicamente dos bellas amapolas y un bando militar obligó a su destrucción.
—Seis—
Dócil el pincel en la mano de don Esteban (el hijo, para ser exactos) fijaba sobre el lienzo estofado la imagen fugaz arrebatada a esa realidad cambiante para imponer, en ella, una posibilidad de eternidad, la atmósfera incorruptible.
El dócil pincel de don Esteban (el hijo, para ser exactos) plasmaba en el derrotero fijado por el carboncillo esa íntima y pujante verdad que por constante evade a los sentidos.
Un pie, un atado de flores, algún rostro femenino o la imagen religiosa solicitada por una vecina pía le absorbían la atención de esta realidad a veces mezquina que le hiriera con las exigencias cotidianas.
Y porque su pincel fuera pauta y consumación duele su ausencia ante la mesa de trabajo y la pérdida de su sonrisa esporádica por anticipo a la obra terminada.
—Siete—
Bate la masa para la figura que mañana acompañará con su dulzor el desayuno. Cálida y vaporosa labor nocturna para alegrar el buen día de la gente buena que tendrá a la mano un cálido café para ser bueno sin esfuerzo y sin el atosigante decálogo. Aroma y sabor bienaventurados para un “buenos días” fraternal.
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