Cuentan que don Nicolás fue de esos seres privilegiados a cuya larga vida sumara la coherencia y lucidez hasta el final.
Don Nicolás provenía de una de esas múltiples familias desarraigadas, esparcidas por los aires novedosos de un enrevesado discurso social. Buscó en el pueblo el cómo y para qué ser y algún día de novenario conoció a la compañera de su vida y confidente de sus inquietudes procedentes de un saber natural acumulado por generaciones; junto a ella y para ella aprendió a tocar el violín y con él acompañó las ceremonias bautismales, una que otra aceptación de convivir “en la salud y la enfermedad” y la siempre gris tonada del adiós.
Un huacal fue el primer gabinete proveedor, de él, con disciplina y dedicación surgió la multiplicación de bienes y satisfactores para los habitantes de su cuadra, de su barrio, de su pueblo hasta asentar en la esquina del callejón la reputada tienda de don Nicolás.
Un día amaneció junto al brocal un cuerpecito de color sucio amarillento. Don Nicolás lo levantó y colocó sobre un trapo dentro de un cajón, una lata con agua y un puñado de alpiste y de migajas. Algunos días después el plumaje recobró el dorado original y regresó el vigor para el vuelo, y el ave, sin abandonar la cercanía de la casita volvía diariamente al pozo con su canto y aleteaba en giros sobre la cabeza de quien le nutriera y cuidara en la debilidad… y luego fueron dos y después tres pájaros y también palomas y junto a ellas una parvada de torcazas.
Cuando los años doblaron su espalda y le constriñeron en su habitación, con la improvisada silla de ruedas acercaba al alfeizar de su ventana enrejada las migas con las cuales alimentaba a los pájaros y con ellos platicaba de sus andanzas infantiles, de las frustraciones y de los inútiles recorridos mentales. Desde los árboles del pequeño jardín y luego de los de la plaza venían tres veces por día las aves a comer y de generación en generación la cercanía era mayor hasta posarse en sus hombros en espera de turno para comer de las manos temblorosas del viejo don Nicolás y esperar los cada vez más esporádicos sonidos del rústico violín.
Un día don Nicolás ya no pudo levantarse de su cama y aún con ello sus manos proveedoras atraían a los pájaros hasta su cama y en ella acompañaban con sus voces el descanso del viejo, día a día, semana con semana, mes tras mes hasta el último día en que nadie abrió la ventana y no hubo quién ofreciera las migas a las aves ni un saludo musical.
Dicen —y eso no es constancia personal— que cuando llevaban el tosco cajón con el cuerpo de don Nicolás hacia el cementerio pueblerino, los pájaros volaban por encima del cortejo y que allá, en los árboles cercanos a la fosa recién abierta, los trinos concluyeron sólo cuando la última palada y el lento regreso de la gente encomendaban a la tierra lo que a ella pertenecía.
Todavía en aquellos árboles del descuidado panteón las nuevas generaciones aladas llegan por tres veces durante el día a cantar sin que los nuevos habitantes del pueblo sepan porqué y es que Eloísa, la compañera y confidente de don Nicolás tampoco está para aclarar las cosas.
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Que esto sea cierto o no, realmente no importa, lo únicamente verdadero es que aún los pájaros cantan por allá en los árboles del cementerio donde dos tumbas paralelas ocultan la veracidad de esto que parece un cuento.
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