Era una paloma sin a dónde emigrar ni para qué, sin a quién seguir ni cómo protegerse de la resolana. Era un ave de piquito mustio aterido por la escarcha, criatura arrebujada en el lado izquierdo del pequeño arco de la de difuntos: coalescencia emplumada de lo eterno y lo terreno, de lo etéreo desconocido y lo propio negado en la genealogía escueta.
Era una paloma con audiencia solidaria de parvada, evidencia de esperanza, de gozo pretendido, paloma de ojos negros que no abandonó el nido donde acumuló entre plumones los sueños ancestrales y en la mirada horizontes ajenos en espera de aquella estrella azul del atardecer y que en el brocal recrea la promesa en una voz fugada, prometedora de un regreso simulado continuamente; era una paloma visitante discreta en la arboleda del panteón.
Era una paloma arrebujada en el desvarío y en contra del cuajaron yacente en su puerta esgrime un mohín de tristeza acumulada que desmiente la sonrisa desde la primavera hasta marzo, bajo la lluvia del atardecer encanecido y con el rocío troceado por el viento de las montañas encierra en el baúl una canción para dos.
Que hay que empezar
un día más.
Tire pa’lante
que empujan atrás.Y póngase el calcetín, paloma mía
y véngase a cocinar el nuevo día.
Todo está listo, el agua, el sol y el barro,
pero si falta usted no habrá milagro.1
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