José Trinidad Solís, uruguayo, maestro en la Escuela Nacional de Artes Gráficas —de menos hasta la séptima generación de la carrera de Dibujante y Grabador Publicitario— a finales de la década de los sesenta del siglo pasado.
Más instrucción de taller, privilegiaba la práctica por sobre la teoría y ésta quedaba reservada para la búsqueda personal al ritmo del presupuesto e intereses de cada uno de los estudiantes o egresados.
José Trinidad Solís vivió en alguno de los edificios de la Unidad John F. Kennedy en la Colonia Jardín Balbuena (Ciudad de México), motivo por el cual, por vecindad en el mismo desarrollo habitacional, algunas veces recorrimos al paso el trayecto que va de la Escuela (Bucareli casi con General Prim) por la Avenida Río de la Loza, Fray Servando y en la plática fragmentada con las despedidas encadenadas en las cercanías al domicilio de cada uno de los cinco compañeros casi inseparables, llegábamos a la calle de Nicolás León tras cruzar 20 de Noviembre, Calzada de Tlalpan, Anillo de Circunvalación, Francisco Morazán y Francisco del Paso y Troncoso, sin impedimento del clima: cálido, frío, ventoso o en ocasiones, hasta con incipiente lluvia.
Lo cierto es que aquella, la tercera generación de estudiantes de dibujo en la ENAG (de 70 iniciales egresamos 14), disfrutamos —en la inconsciencia de la edad— de instructores calificados y fogueados en la labor del día a día y, de entre ellos, un lugar destacado en el recuerdo está reservado para el maestro José Trinidad Solís, guía en la materia de Ilustración y de quien, muestra de su trabajo en México quedó reproducido en los libros de Texto Gratuito editados por la Secretaría de Educación Pública en su versión de Historia de México de las décadas de los cincuenta y sesenta del siglo XX.
Es un homenaje en deuda que quizá por ignorancia personal o carencia de información ya fue realidad en algún momento, pero, queda la casi certeza con regusto de vaciedad y amargura que ni la Escuela Nacional de Artes Gráficas, ni la Secretaría de Educación Pública difunden, mediante un homenaje en exposición, los trabajos de alta calidad artística de creadores cuyos nombres quedaron en el silencio desde que a los intereses generales correspondió improvisar la “modernidad” institucionalizada por sobre la expresión en manifestaciones hoy calificadas de antiguallas, negada la maestría en el manejo de los elementos por debajo de la imitación de temas y discursos ampulosos.
En ellos estaba el habla nuestra —con nuestras preocupaciones— y con su acallamiento perdimos la expresión de nuestros dolores y el rostro de las verdades íntimas que nos hacían uno en la multiplicidad de los grupos humanos de esta fragmentada nación, que, constantemente repugna del color de piel y de su vestimenta, de su tierra y recursos, de su habla y de sus imágenes ancestrales, para adoptar hilachos ajenos y por lo general, rebasados en sus lugares de origen.
Tuve entre mis manos dos o tres de las obras del señor Trinidad Solís y en la memoria la valía de su colorido y pincel, de su composición y de lo acucioso en el detalle. En esos trozos de “cartulina ilustración” yacía lo que en aquel entonces carecía de definición en el discurso personal: el amor a la labor y la única manera intransmisible de la voluntad de ser.
Sirva esto para nutrir el nombre de José Trinidad Solís, de menos hasta que esta tinta pierda sus cualidades y empalidezca en el entonces amarillado papel.
En donde esté usted, maestro: ¡Gracias!
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