Un diccionario de esos económicos beneficia al poseedor con la serenada riqueza contenida. Con un diccionario uno hiende un tanto en la historia de los pueblos, las transformaciones matizadas en el uso continuo y las varias aplicaciones de cada vocablo.
Ese pequeño compañero de papel impreso y encuadernado en rústica, aliado de la terquedad, excluye a la necedad y, con la aplicación de sus miles de locuciones, permite las innovaciones cuando éstas son necesarias y a la vez nos distancia de la petulante perfección.
En esta época con la preminencia de lo super-archi-mega-híper plagados de anglicismos sobrados, es preferible una buena revisión médica, contable, legal en contra del aberrante “chequeo” jerarquizante; ante la prodigiosa fase al término de su embarazo, la “diva” invita a un “baby shower” consonante en valía a un “openning de casa” (sic) con el mejor “look” de los propietarios durante el cual es posible que los anfitriones repartan gozosamente un gracioso “kit” adquirido en temporada de “shopping” en el país del “snack” previo al “lunch” consabido y ritual para soportar el ajetreo de la adquisición de los bienes según los “tips” recabados entre los asiduos a tales tropelías “chance“ promisorio para acrecentar lo “fashion” de aquellos “mall”. Así cercenamos despiadadamente lo apasionante y prolífico del caudal latino.
Seguidores de los desplantes de los comunicadores y de los pésimos traductores, todo en nuestros días —cuando es satisfactorio y grato— exige el término demasiado, incorrecta adaptación del “so much” = tanto, ya que en rigor “demasiado” significa algo que excede la capacidad del recipiente, de ahí la fatua frase telenovelera de: ¡Ay, te amo demasiado! o la afectada pose: ¡Uy, sé demasiado! o aquel ignorado aviso ante el vómito inminente: ¡Uff, comí (o bebí) demasiado!
Hoy cuando todos somos intensos para menguar el término arcaico de exagerado, cuando por distintivo social adulteramos la agobiante realidad maniaco-depresiva con falso intento de actualizar verbalmente —sólo verbalmente— el añejo calificativo de voluble ante las triquiñuelas lingüísticas que pasan por modernas y que a todo lo propio lo transmuta en “cool”, sin autoridad y sólo por hartazgo, remitamos a los dilapidadores de la lengua a ese conjunto de hojas de papel para ojear y hojear en cuyas entrañas tipográficas yace el sentido preciso y asequible a la mayoría de los hablantes de esta lengua impuesta a espada y cruz que contiene vestigios de las lenguas destrozadas para vergüenza de los “muy viajados” quienes asumen la enajenada personalidad de ese ilusorio “mundo”, perfil adquirido en un vertiginoso “travelling” ordenado y regido por el interés de un empresario mal viajero que ofrece cantidad a calidad.
¿Para qué esforzarnos en determinar si ese acto humano corresponde a una inauguración, consagración, conmemoración, celebración, homenaje, reunión, festividad, competencia, torneo, combate… etcétera, si a capricho y sin retozo de la mente endilgamos holgadamente el valor accidental del término “evento”?
Resulta que a esos políglotas al carbón, a esos multiculturales seres, cuando transitan por el exuberante Estado de Michoacán no vulnera su vocabulario algún término purépecha; al visitar el espacio de Nayar no adquieren la palabra cora para expresar el colorido de la vida; al reposar sus travesuras en Chihuahua desprecian el habla del rarámuri, del tepehuan, del guarijo y del pima; y, que por no mandarlos muy lejos, sólo aquí cerca al espacio poblano, no queda en su bagaje cultural un sonido náhuatl, totonaco, mazateco, popoloca, otomí o mixteco. Seres que favorecidos con la posibilidad del contraste cultural regresan a su tierra cargados con girones de una lengua que les obliga al ridículo, torcido y engolado parloteo que evidencia su enorme complejo de inferioridad.
Cada sobreposisión inútil en el lenguaje propio desplaza, inutiliza, reduce, destruye la secuencia de experiencias acumuladas y es merma en la valía de un “yo” abandonado en pos de una ilusoria comodidad.
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