Esta historia consta en ese tiempo que no mide su propio transcurrir. Que Jacinto viviera tres decenas y algunos pocos años más, es proeza. Su nacimiento fue engarce suelto de otros eslabones perdidos prematuramente en la estropeada sucesión familiar. Nutrieron su fragilidad con mal calostro y debilitada leche mamada de unos pechos exangües por el hambre, flácidos de trabajo.
Consta en el libro de registro el nacimiento de Juan Ignacio José Francisco Joaquín Carlos G… reducido en “Quino” para comodidad de la comunidad. Su largo nombre, acompañado únicamente con el apellido de la madre, estigmatizaba, por segunda ocasión en generaciones continuas, el demeritado prestigio de la familia G… Con dos o tres lecciones obtenidas en las fugaces incursiones escolares sustentó su pensamiento peregrino reacio al ordenamiento de las letras, ajeno a la convención del decimal, lacio de historia, impermeable a otra geografía que no fuera la cercana. Dotado de un paso resistente, desde el amanecer hasta el mediodía uncido con sus dos cántaros de barro, iba del brocal a las grandes tinajas en las cocinas, por las tardes trepaba a los árboles de alguna de las huertas lindantes donde comía de los frutos y soplaba un caramillo que le levantaba el mal cortado fleco para borrar las sombras en su frente.
Jacinto era un titán sin gloria, de esos seres pegados a la tierra que en los recodos del río croaba con el coro de las ranas para transformarse por las noches en aquel largo y lampiño gato que maullaba al lejano espejo de la noche y que con sus brazos desplumados repetía el lánguido batir de las palomas. Era de esos que de vez en cuando platican y cantan con el único amigo que les mira boquiabierto desde las movedizas ondas de la laguna, allá, en la casa de la luna, donde los juncos anclados al lodo con él tarareaban y monologaba para jugar con un reguero de estrellas parpadeantes.
Monosílabo, casi mudo, sus ojos asombrados decían lo que sus sentidos proveían desde la sima de su espíritu lerdo, entre las sombras de rumores y sus voces deshojadas.
“Quino” era ajeno a la bribonada, era un simple, propietario de incontables pensamientos bifurcados, porfiadamente enclaustrados y por ellos rechazado, motivo para zaherirle desde la pedante gradación de la “normalidad”, a partir de esa mezquina plataforma de la sensatez que nunca fijó la mirada en aquellos ojos que mostraban mucho más de lo sintetizado en el calificativo degradante.
Pretenso acólito ayuno de latín, “Quino” era el dueño de la mejor resortera del poblado, hábil tirador, con su herramienta de membrillo desesperaba a los chiquillos con la incomparable capacidad mostrada al derribar los pequeños botes alineados sobre alguna piedra distante o acertar en el remiendo ondeante de algo que fuera su pañuelo.
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Para acompañarle en “el largo viaje” a “Quino” dedicaron el novenario correspondiente con la asistencia menguante de dos o tres vecinas oficiosas que derramaron alguna que otra lágrima por el fallecido. En el “levantamiento de cruz” sólo estuvieron la madre y la abuela G… reconfortadas con un café aguado y las quebradas piezas de pan aportadas por don Jesús Reyes, el dueño de la panadería local.
Me parece -y quizá sea sólo una tontería- que al poblado le hace falta el buen “Quino”, aquel que nunca agredía a los pájaros y roedores en los campos, aquel esperpento cuyos ojos asombrados decían lo que sus sentidos proveían desde la sima de su espíritu lerdo, entre las sombras de rumores y sus voces deshojadas.
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