En nuestra entrega anterior tratamos el tema de la importancia que tuvo la familia Romanov al estar más de trescientos años al frente de Rusia; pero nos quedamos en los primeros cien años de historia, por lo que el artículo de hoy habla de los otros doscientos años, hasta la caída de la dinastía en 1917, como símbolo de la revolución rusa de 1917 (la revolución de febrero). Continuando con la historia, Pedro buscó la modernización, logró la unificación del territorio ruso, la fundación de San Petersburgo, siendo uno de los zares más prósperos de la Dinastía, por lo que se le llegó a conocer como el Zar de todas las Rusias, o Pedro el Grande (en parte porque medía dos metros y cuatro centímetros). A la muerte de Pedro, gobernó durante dos años su segunda esposa Catalina I, convirtiéndose en la primera emperatriz, quien mantuvo una política cautelosa y acorde al proyecto de modernización impulsado por Pedro el Grande.
A su muerte, le siguieron los cortos reinados de Pedro II y Ana Ivanovna, quien adoptó a Iván VI, hijo adoptivo que posteriormente se convertiría en Zar (con menos de un año de edad) durante trece meses, hasta el golpe de estado encabezado por Isabel I. Isabel tuvo una historia de amores y desamores digna de convertirse en novela, pero de la cual no tuvo ningún heredero al trono, por lo que, a su muerte, la dinastía continúa en manos de su sobrino Pedro III, quien era en realidad de la casa de Holstein – Gottorp. De que Pedro III toma posesión en 1761, hasta 1825, viene una serie de conspiraciones, muertes, usurpaciones y designaciones del trono que pararon hasta el gobierno de Nicolás I, quien logra sobrevivir al frente del país por treinta años, heredando el trono de una manera normal y menos dramática en línea directa a su hijo Alejandro II y posteriormente a su nieto Alejandro III, quien sería el padre del último zar de Rusia, Nicolás II.
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