Hostigaba terriblemente la certeza y la constancia. El espejo lo negaba y en contra de tal evidencia sabía —irrefutablemente— que estaba ahí, adherido, inmisericorde, por siempre y para siempre el hermano siamés ignorada por todos la estructura de ese “otro yo” independiente e inseparable; del acucioso testigo de las inutilidades, fracasos y faltas íntimas.
Agobiaba la cercanía de un vigilante esquivo, del observador constante, la mirada insultante de un juez desapasionado, recto e insufrible, abrumadoramente cercano; punto de fuga de este temor a descubrir las flaquezas aunado a la intensidad disminuida de la voz y ese insoportable tartamudeo. Porque si ya es de temer un enemigo desconocido, peor aún es saberlo inmediato, estrechamente inmiscuido en los asuntos particulares, enquistado en la realidad paralela.
Ya en la escuela, ese temor de conejo le impedía ejercitar los trucos ancestrales frente al examen, agarrotado, las manos humedecidas por la tensión nerviosa, apenas si trazaba sobre las hojas alguna respuesta olvidada, mientras la vocecilla canturreaba una promesa de castigo sin clemencia proveniente de eso otro ser al que nadie lo veía, ni pestañaba al momento de un abrazo de camaradas.
Muchas veces con pavor repreguntaba en su interior. ¿Cómo es que no nos separaron al nacer? Y “Él” siempre ahí, “Él”, en giba palpitante, agobiantemente, prendida entre los omóplatos en un continuo en dos visiones compartidas, bajo la lluvia, durante los repetitivos juegos de la infancia y que constriñera con su compañía forzada los primeros embates de las tentaciones bullentes de la adolescencia.
Esa es una figura anclada en su vida, la obscena protuberancia animada de rostro grotesco y parloteante cuyo pesado aliento seseante golpeteaba en su nuca inmisericordemente.
La obsesionante figura fondeada en su espalda y en su vida pronto será brumoso pasado. Al fin sería uno sólo o ninguno, que entre la nada y soportar aquella presencia obligada…
—oo—
Al amanecer lo encontraron sentado en su silla con la horripilante herramienta de la autoinmolación aún en su mano. Nadie advirtió la beatífica sonrisa en su rostro ni la mariposa en el marco del ventanuco.
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