Rosa. Tela y vinílica sobre cartulina. 20.2 x 42 centímetros.
Pecho a tierra, a ras de hierba era el espacio cambiante en donde las miniaturas representaban época y vestimenta a necesidad, porque ahí y entonces, los cruzados con aspecto e indumentria de superhéroes eran juego y era entonces cuando indios y vaqueros imponían la fuerza de su justicia a canicazos, o, mudado el telón mental, la caballería motorizada de plástico patentizaba el poderío de su razón en la geografía de aquella frondosidad, espacio/tiempo en perspectiva encajonada entre las avenidas Fray Servando y Morazán.
Era aquel un bosque inmenso alguna vez denominado Sherwood, Selva Negra o, a conveniencia, repetición del de Chapultepec cuya exuberancia obnubilara a Maximiliano y a Carlota para crear el habitat real, aura verde -antaño- para las imágenes de los mexicas destacados eternizados en el labrado de la piedra, entre ellos, Tlacaelel y Moctezuma Xocoyotzin.
En ese bosque infantíl, antes de saber que en otro no menos ideal Anfortas aún espera con su llaga incurable, o que hubo en el reino de los cinco sentidos aquel que arrasara Tito para destruír la ciudad de la paz en el en el transcurso del año 66, área que señalara con los tocones la irrefrenable imposición de una visión humana.
Aún faltaba que el tiempo fijara su valía para saber de los bosques sagrados en la vida de la humanidad: los de Osiris en Acanto, Menfis y Abydos; el espacio sagrado de Cnio de Caria dedicado a Venus, a las Amazonas en el Ponto y para Apolo en Mileto.
Cómo presentir aquel -el bosque de Ares- al que acudiéran los Argonautas en procura del Vellocino de Oro o anticipar el de Atenea en Ática y menos el de Sicilia en el bosque en donde Plutón raptara a Proserpina.
Algunas veces los soldaditos de plástico cruzaron una ficción en donde a una gruta junto al Velabro la rodea el bosque sagrado de Pan para dedicar espacio y memoria en Herculius en favor de las divinidades antiguas, asentar las raíces y sus fases en las Galias en honor de Apolo, para, con la esperanza ondeante encontrar la ceiba sagrada al pie de la cual los Merlines celebran a Irminsul.
Quizás algún día la experiencia nutrida con el aroma del Urigadava enriquezca la experiencia tal cual fuera al rey de Besarés ante quien apareciera el Buda, y, otro día respirar el aire puro en lo que fuera recinto boscoso del Moloch fenicio, el del Jardín de las Hespérides o regresar al cercado entre los dos grandes afluentes, el grandioso Edén al que antepusiera el término jardín sin saber de la redundancia.
Un atisbo del bosque protector para Willhem Tell llenaba los juegos en el espacio sacro donde todo buen justiciero de las leyendas nutriera su ánimo y aguardara el momento con destellos de honor semejantes a los de Ivanhoe, masa arborea que enfrentada a los nulos conocimientos botánicos, mezcla las especies de los terrenos bajos con los de las alturas, los de los espacios fríos con los cálidos, los de las franjas boscosas del Pacífico con las Atlánticas, para interrogar si el verdor desde el Valle del Hudson al Estado de Connecticut para el «Último de los mohicanos» es semejante en altura y saturación al canadiense en equívoca semejanza con las propiedades de los devastados espacios africanos o amazónicos, contrastados con la preservada fecundia finlandesa.
En aquel espacio, pecho a tierra, todo es fronda maravillosa donde la heroína de aquel pasado aún es la niña bonita dueña del bosque fantástico.
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