Después de muchos años, entré en el conocido recinto de la filosofía espontánea: una antigua cantina en la colonia Roma. Me atrajo el recuerdo de aquellas papas a la vinagreta puestas en la mesa metálica dentro de un cuenco de barro hermanado a un plato colmado con cacahuates fritos, “ganchos” para el consumo ofrecidos aún antes de solicitar qué beber, aromas asociados al revuelo de calificativos generosos y groseros junto a las fórmulas para el ajuste constante del mundo mediante una sarta de convenios cambiantes.
Fue una pena. Sólo encontré -de los viejos conocidos- al impresor empobrecido y el estrépito musical de lo “moderno”. En los pocos concurrentes ya no predominaba la vestimenta de taller, el “licenciado” dicen que falleció y de entre los demás ausentes, el que no cerró su negocio es porque está enfermo. Cosas de la edad, cosas de los ajustes económicos.
Confieso que la cerveza resultó insípida: de los tres vendedores dos eran niños con cajas de chicles, una señora con llaveros y tres “pordioseros” dizque mudos; sin el personajes de los toques, ausente el vendedor de billetes de lotería, retirado de su labor Faustino -el boleador-y extrañada la impertinencia familiar del voceador que cambiaba su compañía por un trago, ese local no tenía ya el aroma común de toda cantina respetable y, lo anterior, aunado a que la botana provenía de asépticas bolsitas selladas, de la carencia de los ceniceros atiborrados, aquello resultó depresivo.
En la mesa cinco -en el pasado nunca reparé en que nos distinguieran por números- estaba un tipo con mayor edad a la mía. Bebía pausadamente de su vaso. Estaba en el puente de la tercera a la quinta copa, cuando en el grupo todos somos hermanos, antes de maldecir al Kremlin, al Vaticano y similares.
Repentinamente tomó su vaso y ocupó la silla contigua a la mesa y sin presentación ni aviso contó que “… allá en el pueblo, mi abuelo contaba que el abuelito de su bisabuelo -hace muchos hombres- encontró junto al río a una mujer muy hermosa que lavaba la ropa. Él con la inquietud de la edad y el imán de la dama la acompañó un buen rato. Al final, ella cortó una de sus trenzas y la regaló al hombre con la recomendación de guardarla en un paño bordado para sacarla cada año al amanecer del primer día de mayo y que un grupo de los mejores hombres de la población la llevaran en peregrinación para ofrendar comida y bebida en cada una de las cuevas (cinco) cercanas a la aldea, que ahí quedara un guardián con una botella de licor, ‘el humito sagrado’ y los cantos adecuados para honrar a la ‘Señora madre de la lluvia’ y al ‘Señor padre del viento’ ocultos en dichas cavidades.
(“Si el guardián se embriagaba antes de que la caravana con el guía viniera por él en el camino de regreso, a veces era arrojado a la barranca por el ‘Señor padre del viento’ y sus belicosos hijos.)
“La ofrenda significaba la reconciliación en la pareja divina para ser otra vez un matrimonio a fin de que el agua no fuera violenta y el viento no alejara a la buena y santa ‘Señora de la lluvia’.”
Ignacio -que éste era el nombre del compañero en la mesa y a estas alturas de la tarde y consumo: “Nachito”- dijo que por tres veces le correspondió llevarle el sustento a la pareja divina a quien ofrecía un poco de licor derramándole en la tierra y otro sorbo para él y que al regresar al pueblo para informar de las ceremonias cumplidas y colocar la trenza nuevamente en su cajita de madera labrada, le hacían fiesta con música de violín, guitarra y tambor, con la comida de maíz y hasta el amanecer del quinto día de mayo cada año. “En esos tiempos la lluvia y el viento nunca incumplieron el trato. Alimentaba al pueblo y los hombres respetaban a la ‘Señora madre de la lluvia’ y al ‘Señor padre del viento’, a las plantitas y a los animales que nos daban la energía para vivir.”
¡Salud, compañero!
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