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¿Una quimera?

Sin razón ni fundamento sabía que eso era normal. Después de agobiantes e infecundas sesiones en el recinto médico la inconcebible realidad surgió abrupta, prístina.
Nada hay de fantasía. Era una manifestación poco habitual una historia activa en dos hemisferios. Cuando correspondía la vida diurna en alguno de los dos personajes el otro dormía y al momento en el que el segundo despertaba, el de acá decaía racionalmente; si uno de ellos trasnochaba al otro le aquejaba una grave merma en su desempeño personal.  Ante la confusión personal en los nombres otorgados a los cercanos,  los reclamos y levantamiento de cejas era cosa obligada; resultaba incomprensible que al de allá le viniera el antojo por una tuna jugosa mientras al de acá le faltaba la mirada de unos ojos negros y ovalados.

En esa transposición temporal yacía la razón de esas dos horas de torpeza al despertar y la disminución paulatina de una respuesta lúcida previa al sueño por otras dos horas: burbuja neblinosa, consciencia menguada, esclavizada a una vida semi-ajena. Acá, el “yo” «quien ésto les platica» vive en el pueblo de “R”… , zona norte de la sierra poblana, en tanto “el otro” trascurría sus días en la Pequeña Nicobar, señalado archipiélago en el mar de Andamán en el Océano Índico, en donde, por dos veces extraviado en su pequeña barca pesquera entre la ensenada de su isla y la norteña y minúscula Katchall –por mi desventurada afición a ciertos placeres mundanos, reprobables y noctámbulos– el facultativo de su localidad calificó de insania mental lo que sólo era la “posesión diabólica” temporal por la parranda de este “otro” en latitud americana.
Mantengo vívidamente la visión de un universo de verdor centellante, un mar azul arbolado y el nado de los elefantes; el vuelo moroso por la tarde de las palomas Nicobar, la imagen rojiza del zorro volador y la pesada belleza del dugong.

Ella de no me comprendía. No aceptaba mi irreprimible torpor al mencionar las poblaciones aledañas y menos cuando solicitaba algún objeto con los sonidos extraños de esa lengua de entre seis del tipo mon-jemer –lenguaje de vigor fulgurante, amplio en vocales con sonido de mar y fecundidad en frutos–, cuando rebautizaba a los niños de la casa o cuando por nombre le adjudicaba el de una mujer de piel broncínea y labios carnosos, vivaz presencia en los vericuetos de una realidad mental distante de la que me separaban catorce husos horario.

Todo terminó aquel 26 de diciembre del 2004 para beneplácito familiar y satisfacción del facultativo. Años después supe que en tal fecha, un tsunami de 10 a 15 metros provocado por un terremoto en el Océano Índico arrasó las islas en las que murieron más de seis mil personas, varias islas quedaron divididas y hasta dos meses después desconocían la suerte de siete de los grupos habitantes, entre ellos, el de la sureña población de la Pequeña Nicobar de los shompen. Desde entonces duermo bien y ya no “sueño” con espacios distantes ni balbuceo vocablos desconocidos –lenguaje de verdor fulgurante, amplio en vocales con sonido de mar y fecundidad en frutos–, aunque a veces quisiera retraer aunque fuera un ligero aroma de aquel pequeño universo y la tersura de una piel broncínea y…

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