Por aquellos días en Banjed transcurrían —y es un cálculo de alguien carente de esa sabiduría para dictaminar un aproximado a la edad ajena: siempre yerro— sus 8 o 10 años de vida. Unas “colitas” estiraban la piel de su cráneo para otorgarle una picardía semioriental a su rostro moreno.
Banjed era una niña especial, de seriedad absoluta, sumamente modosa: casi intangible. Queda en el recuerdo su imagen cubierta con un vestido amarillo adornado con cuello y puños bordados con la paciente labor del hilo blanco, sobre éste, un delantal a cuadritos azules y blancos, un pequeño bolso de malla pendiente del brazo izquierdo en donde entraban todos los recuerdos y chucherías de su curiosidad.
El hogar de la niña estaba por el rumbo del poniente, una de esas casonas con alta techumbre y amplio jardín privado abierto al visitante y el común alineamiento de macetones —de menos uno en cada esquina— soportados en gruesos pedestales de barro vidriado enmelenados con expurgados helechos. Antiguas caserones levantados sobre gruesos muros de adobe en donde, de vez en cuando, algún retoño maculaba el ocre encalado y en ellos adoptar los múltiples botes y recipientes con flores diversas y colorido en gradaciones sutilmente perfumadas; en las salientes de la viguería, las golondrinas encajaban sus nidos inaccesibles para los gatos.
Por las tardes, Banjed bajaba al río hasta un hueco formado por las gruesas raíces de un árbol con media vida acuática y la otra terrena. Durante estas visitas, las voces compasivas afirmaban de un encuentro y charla con las entidades etéreas con quienes comulgaba en la recuperación de una realidad malograda. Una nube de mariposas llevan en sus alas las réplicas menudas en dorado y café del terreno exuberante, de la tierra fértil para la labranza, rica en verdes para satisfacer las necesidades de un hato conminado por la guía del cencerro.
Había un bosque entre los robles del selvático silencio —nicho eucarístico—, espacio sonoro que la magia transformaba en voces de árboles. Algunas pequeñas islas de lirios náuticos encajonadas en los recodos exhalaban su peculiar aroma a limo y podredumbre ocre verdosa en el micro universo de las cigarras dadivosas de un concierto cuando nadie lo atestigua. Extrañamente, el nimbo de mosquitos respetaba el profundo ensimismamiento o la total interiorización de Banjed en su hipnótica simbiosis con el apacible caudal, bajo la renovada capa de hojarasca pulsaba el calor del mediodía en franca rebeldía contra su encierro y sobre de ella, las bandadas estruendosas iban y venían en volutas densas.
Sin reloj ni temperatura Banjed discurría sin consciencia; al “regresar”, era una niña débil, pálida y aturdida que hablaba de regiones extrañas con creaturas aún más. Conversaba con las aves huéspedes en las cornisas —Banjed hablaba con ellas en su lengua de niña y ellas en su idioma propio—. Afirma que un chaneque le esquilmó el conejo/nimbo y en el trascurso de una noche por descuido, entre el basto azul profundo un lucero perdió el camino a casa en donde su ausencia daña a la armonía.
En aquel sosegado flujo, un día —el de San Juan para precisar— brilló estruendosamente un día sobre el día, fulgor que trasmutó su esencia. Banjed fue más que una estrella en la gran bóveda, más que una alborada, más que el viento, el agua, la tierra y la vegetación en el oscuro de las hondonadas; yace en el susurro de las profundidades, en el trino de las aves y el rugir en la montaña, en la lluvia menuda sobre la charca de los sapos vagabundos: inmutable vislumbre de consciencia.
Desde aquel día todo ese mundo habla de Banjed en pasado. Que no la vean no significa que no esté ¿verdad Banjed?
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