Llegar a la cima fue toda una hazaña, parte del calzado quedó entre las salientes rocosas. Vencedor en la cumbre, el vértigo aportaba la seductora fuga inmóvil de las nubes bajo un cielo azul lustroso, mientras, abajo, repartidas en la traza pueblerina siete (¿nueve?) columnillas de humo pregonaban sobre los tejados la faena en las cocinas y el averno panadero de “los Reyes”.
Miraba hacia “La Plaza” para buscar con ojos miopes —hacia la izquierda— la techumbre de tu casa confundida entre otros techos en cuyos aleros piaba la nueva nidada de las alondras y, hacia abajo, la traza del río nutría las hurtas de donde venían en huacales las formas frutales, el aroma de la leña y los jilgueros. Alguna tía lejana prepara el café para unos primos anónimos hábiles con la cuerda y a caballo.
Aquí, en la cima, la lluvia dejó apenas un reverdecer, todo es austero, hiere, quema los pies cubiertos con el grueso calzado de esa infancia alcanzada por las doce campanadas desde “La Parroquia”, la alta referencia minimizada, sutilmente encarnada, mientras una pequeña caravana camina pausadamente hacia el panteón, límite del pueblo a la derecha del monumento a don Pedro Moreno en donde la conseja colocara su cabeza —a la que, en lugar de honra, le insertan pavorosas historias fantasmales, degradado el mérito, descarnada su importancia— mientras otras versiones la ubican en los muros de “La Merced” con su torre solitaria revestida por el verdor del enorme árbol centenario.
—2—
Esta noche desde “El Calvario” baja un caudal para acrecentar al río y en el cerro visitado por la mañana, una intermitencia roja fija la soledad de “N”, quien purga el accidentado fin de su amigo y a donde la justicia no llega por él ni por los otros huidos, a los que, con impostura convencional les confieren título de sortilegios errabundos, hordas de diablos diminutos que bailotean con maldad sobre las hojas de una higuera inexistente de la que surge un lamento con voz de búho y el trajín —infaltable— de los hierros en toda respetable escena de terror con todo y sus espectros.
—3—
Algún otro día subiré nuevamente al cerro hasta donde llega un balido menguado, el ladrido de un perro desvelado y el gorjeo de un tzentzontle en cautiverio. Niña morena con trenzas apretadas, hasta allí llevé tu imagen soñada sin permiso para mirar con ojos miopes el lugar en donde está tu casa, porque aquí, aunque cercana, evito con la voz hurtada por el escozor tibio en la mirada.
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