En alguna de las casas cercanas a las dos esquinas hacia el norte de la casa habitada durante la infancia vivía un hombre en el que si el calificativo de feo tuviera vigencia, superaba sobradamente la denominación de desproporción.
Una cabeza enorme cubierta con piel ceniza oscura, sin llegar a la del afro y con mayor acento que la de un mulato, portaba una cabellera mal tijereteada con mayor cercanía al concepto de púa que al de fibra normal.
Por zonas mínimas manifestaba algo parecido al vitíligo para jaspear la piel enrojecida —casi morada— de las orejas enormes y peludas lanzadas hacia el frente. Caricaturizaba su rostro un ralo bigotito disparejo que fallaba en disimular la excedida cicatriz del labio leporino bajo la gruesa y enorme nariz horriblemente erosionada, para ahondar aún más los pómulos, donde, ensombrecidos, casi ocultas por las largas y pobladas cerdas, unas pupilas pequeñitas apenas destacaban de entre una mínima esfera blanco amarillento.
El vecino de la esquina norte iba cotidianamente a la pulquería donde —y esto ya es información lograda posteriormente— descolgaba una guitarra que colocaba en la hondonada de su pecho y de la que extraía —incomprensiblemente con sus gordos dedos que a la vista parecieran resultar inútiles para toda labor—, los sonidos y palabras de antiguas canciones con voz clara y entonada, según amplían sus contemporáneos. Bebía pausadamente el acostumbrado “tornillo” con pulque y al final del último sorbo, dejaba la guitarra junto al deseo por otra canción para mañana. Salía con el arrastre del pesado calzado y un “hasta mañana”, promesa cumplida diariamente hasta que la vida le dijo “ya no más”.
Era muy alto el tipo, muy alto para mi estatura de niño y muy alto en comparación del tío Jesús, quien de toda la familia era el más alto, caminaba encorvado bajo el peso de una enorme giba inexistente cubierto por un ajado maquinoff negro de talla ajena, era además el ejemplar obligado para que las madres, en detestable e injusta costumbre, asustaran a los niños con la monserga de que “él” sería quien se los llevaría “si no te portabas bien…”
Poco sabemos después de tantos años si el señor, cuyo nombre quedó borrado en la etapa de la infancia, sabría de tal castigo inmerecido, qué tanto le hirieron los comentarios del vecindario, sólo era el desproporcionadamente hombre feo de la colonia y ya nadie recuerda que en el día de “Reyes”, en ausencia de las reales majestades celestiales, él, el más feo entre los feos, regalaba a los niños un cucurucho con dulces de anís y a los perros callejeros un trozo de tamal comprado a las afueras del templo de “La Conchita”.
A él, al hombre más feo de todos, un recuerdo con aprecio y con respeto, aquella enormidad de vida cuya manaza torpe posara sobre el corte a “casquete corto sin copete” y ofreciera una sonrisa de sus labios grotescamente gruesos de los que surgiera, con voz grave, una interrogante sin espera de respuesta: ¿qué tal chiquillo?
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