En Ambiente

Guitarrero

Depre956Afinaba las seis cuerdas con un silbido ahogado, una a una con ajuste suave de clavijas hasta lograr lo que a su oído resultaba grato.

Junto a él, un perrito orejón, atento a la labor del músico de aldea —en duermevela continuo—, gruñía los silencios del cantor. Él, “el guitarrero”, conocía todas las canciones de querencias y fogatas, de los colores y aromas del terruño, de los días nublados, los lluviosos, los fríos o de insoportable calor; del arado y de las aves campesinas, de los amores y partidas siempre nuevas y exclusivas; sabía de las mínimas y locales hazañas, de los hechos y miserias de aquel valentón que perdió el reto final, de las penas internas en cada uno de los agremiados al salón. Con su pulsar y voz mitigaba cada dolor o engrandecía la mínima alegría para marcar el tiempo de las pasiones humanas o el paso cansino de un caballo recordado: palabras/ensalmos de las recurrentes tragedias, siempre vigentes, en el continuo de un presente acumulado.

Él sabía renovar en aquella caja de maderas los sonidos enseñados por el viento, las tormentas y las aves en el campanario o en el refugio de los aleros de las achaparradas casas de adobe. Su voz adormecía generaciones con pies en lodazales y polvo, heridas con púas de huizache y aletargadas con tragos de tequila. Hablaba de un cansancio en la espera de las lluvias o el hartazgo de un estío violento, de ocio forzado y partos recurrentes, de un llanto familiar con rogativas al eterno al desamparar en el camposanto un pasado compartido.

Usted disculpará que no le dé un nombre. En aquel reducido caserío “el guitarrero” era su nombre y apellido y a él le arrumbó la radio, esos sonidos provenientes de un allá lejano con sus canciones en énfasis congelado sin destinatario, lugar, ni horario.

A instrumento, perrito y trovador poco a poco les deslustró el tiempo su apariencia y hoy, apenas una generación transcurri-da, nadie da razón del viejo guitarrero, no queda recuerdo de aquella paciencia al encordar y afinar —con un silbido ahogado— su instrumento compañero, mientras un perrito orejón —también sin nombre— gruñía adormilado los silencios del cantor.

Pedí al cantinero dos cerve-zas: una para “el guitarrero” con el perrito compañero y la segunda para mí. Pagué el consumo y ahí las deje sobre la mesa para que alguien brindara a nuestra salud y renovara su recuerdo.

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