Precipitación malquista, beneficiadora hija del jaguar surgida de las nubes nacidas en las altas montañas; volutas serpenteantes entre las gibas del aire para derramarse en las planicies y vigorizar el verdor en los bosques; fortuna para las llanuras, estupor en el desierto cuando su entusiasmo deleita fugazmente el espacio/cuna para el “Viento del sur”.
Canto de caracolas ensimismadas en colorido vivificante, bendición para los retoños, las creaturas en la tierra, en el aire y en el grandioso estanque de las tornadizas inmensidades; ritmo continuo, regalo vilipendiado, susurrante traza, torrente irrefrenable; ora anhelada bendición a conveniencia maldecida presencia; respuesta de un sincrético Isidro-Tláloc posado en volátil nicho.
En el horizonte ominosa negritud o veladura luminosa, consoladora espera contra el sopor del mediodía. Fuerza reticente, intensa, ligera, menuda, cálida, moderada, violenta, torrencial; con inconstante certeza le denominamos: rocío, chipi-chipi, cellisca, lluvia, llovizna, borrasca, chubasco, tormenta, aguacero, chaparrón, monzón, manga de agua, diluvio, torva —cuando nos niega su caricia—, turbión; por momentos vaporosa, otras gránulos hirientes o gráciles hojuelas; ciclo de la alegría al dolor: vida, muerte, renovación.
Armonía con el viento tenue o dolorosa realidad con soplo impetuoso. Con juicio anquilosado adjudicamos múltiples males e ignoramos beneficios, queda en el olvido aquella primera caricia maravillosa en la infancia y a medias el recuerdo del gallardo brincoteo en la visión parvularia —sonoridad tamborileante en el estío infantil— o la forma primigenia habituada a la densa oscuridad para formar lentamente una roca ascendente/descendente que unirá lo bajo con la bóveda granítica. Malamente calificada cuando es lluvia destemplada, manto arrullador venido durante el silencio nocturno, percusión estruendosa al mediodía o pertinaz ocultadora de las estrellas hermanas a un lucero aposentado en la frente del zaino.
Escurre pertinaz para lavar la banca donde quedara un amor resquebrajado, mancha temporalmente la hoja de un libro y queda en la ronda infantil para bajar a borbotones por un cauce hasta ayer reseco, Medrosa espera bajo el portal al desear su alejamiento, rogativa estival urgida del enjuague, chapoteo que manchara las piernas femeninas y enfangara las botas domingueras.
Alguna vez escurrió por los rostros de mujeres y hombres —hoy nuestros dioses—, el de aquella Eva africana y sobre el rostro broncíneo de la niña olmeca. Atrapada en el plumaje de la torcasita, bajo la arboleda serenada ofrece el gran regocijo del sostenido en la mínima cascada de San Juan al acariciar la cúpula invertida de una flor que me enseñó a danzar.
Arcaica lágrima fecundadora para la que no hay epitafio por ser eterno retorno. La lluvia por más esquiva que sea, siempre regresa —pulsante la esperanza— para que en todas parte surja el arcoíris.
*Ésta, a semejanza de muchas otras rondas o canciones infantiles, adquiere nuevas versiones, principalmente en su segunda estrofa con adecuaciones a la época, costumbres y región en donde enraizó. Su origen hispano lo patentiza la referencia a la Virgen de la Cueva, devoción cuyo origen está en una pequeña población asturiana cercana a Infiesto en la Sierra de Ques durante el siglo X u XI según información asentada en el siglo XVI.
Comentarios Cerrados