Cuando quedó el conjunto no era ya la duda del cómo iniciar ni la incipiente unión de un caño de cartón reunido a un huevo de unicel sujetados por la guía de alambre, trascendió la sencillez del papel estrujado para formar con el poder del adhesivo un conjunto ensamblado en la quimera de un sueño ajeno consumado con tres o siete capas de color con las cuales reclamarle a la realidad un espacio propio en la forma traviesa de un alebrije infante.
La presencia lograda de entre cientos de proyectos pospuestos pulsa intensamente y traspone la barrera temporal —fugaz— de una tarea escolar.
Quizá para uno —al verlo— sea un conjunto de materiales adquiridos en la papelería y unidos pausadamente, logro más de suerte que de ciencia, hasta que con la presión de los dedos por acá y un toque de espátula por allá, un chorrete de pegamento sobre una nueva capa de papel y la emoción por saludar finalmente, con afectuoso roce, aquella pequeña mano con falanges de palillo.
El proceso fue lento y a lo no habido en la papelería lo suplió la adopción de algún material desdeñado yacente en “la caja de los desperdicios”. Temo, para merma de la autosatisfacción, que fue el propio alebrije niño quien exigiera un poco de ésto o menos presión allí. Él determinó el tiempo de secado y casi en fresco el colorido definitorio de su personalidad.
Finalmente, un día animó aquella síntesis de ensueños aislados —un caño de cartón, un huevo de unicel, alambrón, papel, adhesivo y pigmentos reunidos lentamente— con un balbuceante: “¡hola compañero!”.
Él determinó su presencia de alebrije infante quizás porque vio los estragos que el tiempo impuso en aquel que aceptó su dirección para materializar una nueva entidad brotada de esa otredad vaporosa que burla el recuerdo al despertar.
Ese alebrije no tiene nombre, es un pequeño ser cuya finalidad de cumplir con una tarea escolar quedó en certeza ya hace algunos años. Hoy está cerca de la mesa de trabajo empeñado en narrar historias incomprensibles en un idioma olvidado. Tal vez con un poco de esfuerzo visite su mundo original para recordar sus historias y contarlas, porque él —a mi juicio— bien merece un lugar en esta realidad mortificante y sus hazañas posiblemente aporten un poco de serenidad y sosiego al espíritu.
En tanto, él, ahí, junto a la mesa de trabajo, con su mirada roja/ojos de arete, habla de extraños hechos a un cicerón entorpecido que al mirar su presencia de alebrije niño, intenta recuperar un ritmo ya olvidado y un sentido enmohecido en el transcurso de las décadas.
Si algo bueno surge de esta asociación, prometo seriamente transmitir las historias anidadas en ese corazón de papel pintado.
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