A veces eras tú y otras el viento,
a veces un recuerdo o algún eco falso,
un aroma extrañado y el roce desacompasado de la lluvia
en la ventana.
Siempre fue tu río —porque al mar le temo— el mínimo océano cantor cercano, voz de la infancia cuando ser sólo era estar y tú, sólo tú.
Cuando era un galimatías el croar y los mosquitos, el soplo suave en las ramas y un aleteo nocturno en “La torre mocha”; el piar en el corral, un mugido, un perro distante, despreocupación la infancia y el aire cargado con aroma de lima, de guayaba y cacahuates, para recorrer lentamente la cara de la luna antes que la nube negra le robara su luz y con su turbulencia salpicara las piernas de las niñas que a escondidas disciernen sobre esas cosas prohibidas propias de adultos: anticipos de alegrías y pesadumbres.
Surca en mis venas el deseo por recorrer las banquetas de lajas llovidas, teñidas por la tierra roja llorosa sobre los muros cubiertos con dos listones tendidos con el trabajo de la brocha gorda. En la plataforma de una carreta cuya mula retaba la ley del movimiento perpetuo y la paciencia del hombre harto de sol y de espera, yacen los tambos con la leche espumante todavía que poco a poco solicitarán las jóvenes señoras para sus jarros con aroma de barro recién lavado.
Entonces tu tiempo sin reloj ensartaba un amanecer a la noche, el primer frescor con el trazado de las luciérnagas, consumado el día: una sonrisa y el despiadado ¡hasta mañana!
Venía de San Antonio el aroma de la leña mientras acá, paso a paso el hombre encendía las tenues luminarias de las calles para guiar a ese alguien que en el rancho o en el casino olvidó que el recorrido del sol ritma el hacer humano y las estrellas la hora de la merienda y el descanso.
Recorro con lentitud en zigzag, de poniente a oriente, la fresca plataforma elevada de “La Merced” para imponer un derrotero que nunca fue, un bullicio que me es ajeno, una verdad que de tan parcial roza peligrosamente la falsedad.
Había un pozo en casa de doña Paula, acodada en el brocal le extraías historias sin principio y final siempre variado junto al vigor de los helechos aromatizados por un limonero de enraizamiento ancestral coronado con calandrias.
Quizás había una enredadera —y en ella una lagartija— en algún grueso muro de adobe medio encalado que con sinuosidades tejían algún ensueño de infancia atraía la frescura de una charca y el ajetreo de las hormigas aladas precursoras del trueno/lluvia que agitaba los jilotes de allá tras el río y cuya caricia noctámbula escurría por la traza mañanera en aquel “miércoles de ceniza”.
A veces eras tú y otras el viento,
a veces un recuerdo o algún eco falso,
un aroma extrañado y el roce desacompasado de la lluvia
en la ventana.
A veces es —al mediodía— la necesidad de una sombra
Inexistente, ausente de un árbol que creció por ti.
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