El acomodo ordenado de la piedra conquista la altura, el iluminado inventa la cúpula como réplica del cosmos para atrapar la visión de un cielo ideal que fluye descendente en búsqueda de receptor. En su origen, la gran construcción era el medio para atraer la luz celestial —el don de Dios— y bajo su protección agradar a la mirada del ser divino/etéreo que con su poder crea las lobregueces naturales de las esculturas, sombrea la realidad del feligrés, del paseante, para otorgarle un atisbo mínimo y fugaz del Paraíso. La vida ennoblece su valía al seguir en sentido inverso el haz. El sol y la luna reinan allá arriba, desde su ámbito superior iluminan nuestra realidad y en el sentido contrario a su fulgor determinan el orden natural de la mirada. En la construcción de la piedra sobre la piedra el hombre buscó alcanzar la pureza de la luz, el encuentro de su espíritu ante la manifestación del Eterno: su claridad, la máxima pureza. La construcción contiene los símbolos arcanos que le dan sentido a la pasajera estancia, anticipa el encuentro final e imperecedero, su altura en tamaño y el amplio espacio del basamento hablan del poder inigualable de la Esencia que cubre todo lo que en la tierra es y late: la obra magnifica da vida múltiple y diferenciada a la expresión de la palabra a medias vislumbrada.
Para el constructor, la elevación de la obra no es afrenta a la morada de su dios ni simplemente reto, es aspiración de diálogo; eleva su mira para hablar con los altos poderes, en su consumación hiende las nubes, habla con el rayo, atiende al estruendo con solicitud de lluvia danzante en el viento: la luz cenital es su oración. Con el trazo suave de la luz descendente desde las altas ventanas —del óculo, de las linternillas, del ventanuco lateral—, el ser en abstracción vislumbran la grandeza de la vida superior, de aquella verdad que evade nuestra razón al hacerla percepción.
Es dualidad que en sus entrañas —relicario— esconde la atmósfera tenebrista, emula a la noche en el ámbito ideado por un errabundo bailotear desde una antorcha de frailes en caravana o la guía titubeante para el reo hacia la capilla de la reconciliación para teñir lóbregamente el espectáculo morboso de su salida al patíbulo, hacia la paz incierta en lo mucho de demoniaco que esconde el parco fulgor entre los girones de las ánimas apesadumbradas. Para exorcizar el temor ante lo desconocido, ante ese más allá inasible y lóbrego, el proyecto constructivo buscaba la vibración del amanecer, la venida gloriosa de la alta potestad en las consciencias cuando la vida recupera su pujanza con el canto de las aves y el mugir en las majadas.
La noche era para el recogimiento, para la recuperación, por eso en las grandes constru-cciones imitaba la oportunidad de renacer en el vientre primigenio de donde brota el gozo balbuceante por la oportunidad de ser aún parte del todo en la estancia temporal.
En la experiencia contemporánea del espectáculo “Luz y sonido”, con la lumino-sidad brotada de lo bajo, la realidad distorsionada de aquella verdad en continuidad adultera la visión natural y el sentido del milagro. Habla con lenguaje equivocado en ritmo ajeno a su tiempo y retraimiento. No es oposición a un aporte, es un “algo” que riñe con sensación de fraudulento para quedar —en la inversión fundamental y alarde arquitectónico de la experiencia acumulada— en simple y huero atractivo turístico.
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