(Según el Códice Chimalpopoca, para el día 22 de mayo de 1558 la edad del sol era de dos mil quinientos trece años, así, para el próximo mayo del 2015, la continuación del cuerpo esencial para la vida de este mundo llegará a los dos mil novecientos setenta años desde su primera y grandiosa manifestación).
1º.- Nahui Ocelot (4 Tigre).
Duró seiscientos setenta y seis años. (Año 1 al 676).
Trece años de dolor acumulado en cruel expectativa. Trece años sucesivos para morder, desgarrar una a una la vitalidad hasta la última víctima, término brutal que con una última dentellada en lo profundo del bosque, en algún lugar del reducto postrero, entre suspiros y lamentos, desmelenó aquella esperanza desahuciada.
Ninguna divinidad vino en su ayuda, rugió el ocelot en la noche para exterminar un lánguido aliento yacente en fallido anhelo, para enmudecer la plegaria postrera llevada por el viento sin destino, a donde no hay quien la escuche, en donde no enraizó la piedad.
Rugió la vida, perdido el asidero de la consciencia emborronada en la escurriente baba de la violenta quijada cercenante.
Al final de la fracasada creación, con un alarido errabundo claudicó la presencia del último ser.
2º.- Nahui Ehecatl (4 Viento).
Duró trescientos sesenta y cuatro años. (676 + 364 = 1,042 años).
De un amanecer a otro el viento desguazó el futuro en presente, pulimentó las piedras talladas, deshilachó los ropajes finos y los burdos, los escritos y los ecos; refundió en el pecho una súplica en forma de oración, desmelenó los grandes árboles y a la minúscula hierba desarraigó para abatir sobre la tierra el esfuerzo de la vida aérea, de la somera, de la multiplicada en el vientre de las aguas. Fragmentó las palabras y el recuerdo. El viento brutal triunfó sobre el temor y signó su poder en unas nubes encapotadas de tragedia.
Al final de la fracasada creación, con un alarido errabundo claudicó la presencia del último ser.
3º.- Nahui Quiyahuitl (4 Lluvia).
Duró trescientos doce años. (1,042 + 312 = 1354 años).
Solitaria agonía en la substancia calcinada. Nada quedó por evidencia de su paso en la vida, ni una palabra, ni un silbo, ningún color; la piedra labrada —si la hubo— enmudeció derretida súbitamente, brutalmente, crepitante en el transcurso de un día. El viento hirviente calcinó los vocablos mientras el sufrimiento descendía en un serpentín de sangre ennegrecida.
El ardiente día clamó sobre las vidas, espumó la sangre junto a la idea postrera, desarrugó los montes para silenciar al jaguar. De un amanecer a otro perdió la vitalidad acumulada el vigor y su presencia.
Al final de la fracasada creación, con un alarido errabundo claudicó la presencia del último ser.
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