Río al amanecer.
Bulle en sus rizos el estruendo acunado en el vientre de las nubes negras, el renuevo baja raudo por entre las asperezas de la montaña para platicarnos del origen con vocablos translúcidos.
Estabas ahí siempre a la espera por mí, impasible, para adueñarte de la voz de Hortensia y el canto de su alondra; del frotar de las melenas doradas en el sembradío y del alegre revolotear de los cuervos sobre el espantajo inútil yacente tras un ensueño enervado.
Ímpetu durante la primera verdad, flecos prolongados en el reflejo exuberante del estío, ruta para una chalupa ocre desprendida, calmo en la helada.
Regocijo mañanero que busca todavía el alborozo de las lavanderas, brazo nunca exhausto nacido con retumbar de corno.
Río al mediodía.
Desviado de su curso para bañar la erótica belleza griega enclaustrada en el organismo de la piedra negra puesta sobre el pedestal —centro del patio conventual olvidado por la crónica del arte—, espacio dormido, caído sin orden cronológico, figura inútil para la esperanza de un rededor que olvidó la lozanía negada en aquel quebrantado baño matutino de las aves.
Inmensurable capacidad para la renovación, venero para el ritual sacramento; alucinante duermevela en ondas con reflejos de arboledas y de cian en fusión de vidas. Con sopor de sapos, a su vera, un airón refulgente refuerza las vaharadas de frescura.
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