La invención del cálamo retuvo la palabra. La superficie fue memoria y los afanes cotidianos: cimeros. La palabra es creación pausada, ininterrumpida, la idea escrita es búsqueda incansable, receptáculo, recuperación de entre el olvido/herrumbre. La poesía preserva el palpitar humano, es retención de historia, ampliación, transformación en ritmo y forma; da cadencia a la cuna del verbo para perpetuar los nombres de los dioses, de los héroes, de la naturaleza y sus rigores, de la bondad y la crueldad; asienta el odio y proclama el amor, lo nimio y lo trascendente.
La palabra sola o en seguidillas es una idea perpetuada en el papel, guarecida en una pantalla cuyo significado cambia constantemente. No es la misma enclaustrada en el derrotero de la alegoría o al encontrar asidero en la forma de la arial o la times. No será el mismo énfasis en la convención de los 11 puntos, porque aun cuando fue susurro o quedara rigurosamente enclaustrada en el conjunto, la inventiva necesitará la sensibilidad del lector para recrear lo que de inicio fue lamento o estridencia de un anhelo musitado, para resarcirle cadencia y aliento original.
La palabra es bullanguera o clerical, zarrapastrosa o engolada, encubre el capricho personal, interpreta a conveniencia un momento sin arrepentimiento, nimba la cabeza del orante, sube en tono hasta transformar el énfasis, con ella brota un murmullo cobarde que es maldición, crece, serpentea, semeja un zigurat montado en notas musicales para retar lo efímero del aliento personal y llegar a donde en el futuro será por siempre presencia y presente.
La palabra, las palabras dan y quitan, hieren y sanan, gestan, destruyen, definen y dejan en la sombra; de ellas surgen la sorpresa y la duda: es la herramienta del ascenso y de la destrucción. Las palabras contienen la cadena de razones para destruir al otro, para exponer a esa niña de ojos negros la alegría de su cercanía, son la única muestra —limitada— del fragor interno, de la indiferencia y la ignorancia, de la inferencia, de la afirmación. Las palabras son sagradas, son síntesis de las generaciones y frágiles durante el vuelo.
La palabra, las palabras yacen apretujadas en el repudiado diccionario y cada una posee su alcurnia —no importa lo pedestre de su origen—, son latitudes en mezclas, complejidad en gestación constante; porque con las palabras el hombre imita a los dioses y con ellas canta, impreca, ama, loa, llora y hereda lo mejor de su momento efímero, de las miserias que le tocó vivir y en las que todos yaceremos silenciosos; las palabras son entes delicados, aliento en donde viaja la idea. La palabra es un acto de rebeldía en contra de la decadente memoria.
Todo inició con un dedazo en la arena, con un índice antecesor del cálamo —progenitor de múltiples herramientas— cuya finalidad era perpetuar un nombre, una idea; para un momento de ser con el verbo: para ser casi dioses.
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