La carretera federal a Guadalajara, la número 53, a partir de Jerez de García Salinas, tras un recorrido de 7 kilómetros aproximadamente, nos coloca –a la derecha– en el ramal con 9 kilómetros que lleva a Susticacan considerado «Pueblo tipo» en esa zona zacatecana.
Prácticamente a la entrada de este pueblo limpio, cuyas calles empedradas o cubiertas con concreto poco muestran la huella del tránsito vehícular, está un humilladero con una imagen de la Virgen de Guadalupe a quien la gente le debe el milagro de «no permitir que estallaran unos cartuchos de dinamita colocados para desgajar el cerrito y ampliar el camino».
Un kiosco amoriscado de cantera rosa adorna la pequeña plaza de Susticacan ceñida con la herrería tradicional empotrada en columnatas y esquineros de piedra blanca. Las pequeñas fuentes en los prados arbolados llevan la mirada hacia la base de la mínima construcción en donde hay unos bebederos labrados en cantera gris con figuración de cabecitas leoninas, de las que alguna vez brotara el agua para sosiego del caminante.
Hacia abajo, camino al río, seis hombres comparten el frescor del espacio arbolado y con un breve «buenos días o buenas tardes, lo que toque» colman la curiosidad por el fuereño que interrumpiera su convivir.
Las construcciones de techo bajo y amplia planta construídas con piedra –y en otros casos con adobe recubierto–, poseen los marcos de sus puertas y ventanas de cantera rosa, gris o en combinación y, cuando el espacio es baldío, nótase por el aroma, su uso para la guarda del ganado vacuno; mientras al frente de las construcciones, ya sea con el producto de la alfarería o con la piedra, una sutil sombra decora las fachadas con cuidados macetones externos.
Todo es limpieza en estas calles, aseo prevalente hasta el recorrido que nos acerca a la traza natural de un río reseco donde desafortunadamente, tal cual sucede en la mayoría de nuestros afluentes, el cauce cumplirá con su misión sólo en la «temporada de aguas».
Hacia arriba en la calle principal, una casa blanca es el espacio para el pequeño museo local donde la escultura indígena está presente junto a la muestra de implementos de labranza y de los instrumentos para la destrucción humana durante los movimientos bélicos que impactaron a la tranquila región; el rústico mobiliario utilitario, los aperos y los artefactos para la vida diaria durante el pasado reciente.
El nombre de Susticacan, población fundada en el transcurso de 1562, al parecer es una corrupción del vocablo tarasco «etsosticacan» cuyo significado es algo cercano a la idea de «lugar de cañada fuerte» y fue establecida al amparo de San Pedro a cuya advocación los primeros pobladores construyeran una capilla de traza sencilla cuyo acceso, con arco de cantera labrada, soporta un ventanuco que destaca en el encalado muro frontal. Al lado izquierdo de su frente, una bella torre cuadrangular con baquetones angulados, soporta un tambor ochavado de donde surge una delgada torrecilla para anclar al definitorio símbolo religioso.
En la misma plataforma de concreto adornada con largos pasillos de pasto de donde surgen los árboles y palmeras decorativas, frente con frente a la capilla de San Pedro, asienta su planta la Parroquia, construcción con mayor labranza y solidez construída en 1704 y dedicada a la Virgen del Rayo, cuya nave plana con viguería recorre el techo hasta el fondo donde antecede al bello retablo a dos niveles en tríptico, con tres nichos semimudéjar en el inferior, en el superior –al centro– la imagen patronal está flanqueada por ángeles en actitud reverencial, conjunto enmarcado con el juego de columnas estilo corintio rematada cada una con un copón.
De regreso, hacia abajo de la elevada plataforma que levanta los templos, dos mujeres con cuatro niños, dos hombres ensombrecidos en un portal y las dos mujeres que adornaran el pasillo de la Parroquia y el patrón de un corral –sin olvidar a los primeros seis en la plaza principal– , diecisiete personas, son toda la población visible en ese pueblo, considerado «dormitorio» ante el atractivo de las enguadas oportunidades laborales en la ciudad de Jerez.
Ya de regreso, a las espaldas, un gran pilón serrano evidencia con su disminución el distanciamiento a Susticacan; a los lados, los terrenos sin roturar ya que «sale más caro sembrar que dejarles así», yermos ante la caída de las remesas, olvidados en la emigración y la carestía de los básicos; arriba, en un cielo azul Goitia, un halconcillo camuflado entre unas nubes gruesas y oscuras escondidas tras la Sierra de Cardos que son promesa para un río reseco y un campo con aisladas nopaleras y magueyales mustios.
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