En Ambiente

Un día. (Primera parte)

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1.— Amanecer en Zacatecas.
Encubre el entorno la fogosa tonalidad de un corazón palpitante, matiz de las pasiones volátiles, vehementes, inconfesas; surge con la primera luz y tras los párpados apretados tamborilea el torbellino aposentado por eras en la tierra, razón natural para el denso color de su cantera que sangra en las fachadas de sus templos y donde los muros de adobes asimilan la violencia de la fragua primigenia. Un ¡buenos días! surge de los rostros enmascarados con el rojo amanecer, bermejo el magueyal cuando la ordeña es sangría espumante.

Purpúrea esfera dueña de todo, hiere los ojos, tiñe lo cercano y lo oculto. En esa primera hora la claridad escarlata todo lo llena, bruñe las sombras con los cien grados del rojo en gradación cuando el grana es en todo. Llanto que no es de pena inconmensurable ni de dicha ignota; la enredadera constreñida al muro —roja herida en rojos— crece, tuerce sus brazos, vibra en rojos.

2.— Mediodía en Jerez, Zacatecas.
El mediodía azul —azul llevado a la gloria por Francisco— machaca los caminos desdeñados y las mazorcas jiloteantes en oro viejo. Una franja de luna blanca entre una lánguida imitación de espuma contrasta el vuelo de una paloma trastornada de luz para retar grácilmente al sopor y la amenaza de un halcón. La sierra cercana eleva su lomo erizado, en el sendero y a la sombra del ciprés, en el cementerio, una flor morada esquiva su presencia al desecante furor.

Tierra martillada en la cruel orfandad de las lluvias durante el estío rebullente para al fin palparla, sentirla cruel, roca/lava, ardorosa letanía silenciada en estas horas.

Bajo el santo sudario —llevado a la gloria por Goitia— palpita el agobio inclemente. En esta hora la faena resulta inútil y la pausa forzosa.

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