Cuando llegué don Mauro ya llevaba unos tres “toritos” adentro. Para no desairarle pedí uno de cacahuate (para no cruzarme) ya que los bebidos inocuamente en del restaurante eran un preparado con tal gramínea.
Narraba don Mauro de aquella perturbadora aventura de Juan Cristóbal con el Mandinga:
—“Esa esencia funesta tuvo con ‘R…’, por hijo a Benigno quien ya de joven sabía muy bien lo que traía y no lo ocultaba ante las jovencitas del pueblo. Cuentan que Mandinga a más del físico atractivo otorgó a su hijo una vestimenta verde de gran resistencia y sólo cuando dormía dejaba a un lado de su cama.
“Una noche desapareció Esperanza y la corporación de las que ‘todo lo saben’ apuntaron la desdicha familiar hacia el rumbo de la islita vecina donde era sabido que dentro de la enorme, alta y vieja casona de piedra, Benigno guardaba con celo sus arranques amorosos. Sólo que ahora, Juan Cristóbal que desde la infancia pretendía a Esperancita, buscó la ayuda del cura. Éste, después de aconsejarle a desistir, junto con el temor a flor de piel, le aportó un recipiente con agua bendita, una palma bendecida el “Domingo de ramos” y una sarta de oraciones enrolladas cada una en un dardo de los habidos en el carcaj rudimentario de piel de venado sin mancha.
“Al tercer día de vigilia frente a la casa isleña de Benigno, Juan Cristóbal salió de su escondrijo —una cueva reducida frente al río— y con una oración en grito conminó al cruel hijo de Mandinga a devolver a las raptadas. Con burla y amenazas salió Benigno de entre la enorme construcción de piedra. Amenazó a Juan Cristóbal con crueles tormentos presentes y futuros si no regresaba rápidamente por donde llegó y negó la restitución de Esperanza y de las anteriormente raptadas mozas.
“Juan Cristóbal subió en carrera una pequeña loma vecina y tras de él fue Benigno y entre refugio y refugio recitaba unas oraciones de protección que cada vez irritaban más a Benigno, quien al no alcanzar a su víctima corría iracundo tras aquél que ofendía el nombre de su padre y canturreaba el favor divino. Casi le alcanzaba y Juan Cristóbal con ágil movimiento escapaba nuevamente. Por horas duró el embate y ya acalorado, sudoroso y violentado al máximo, Benigno arrojó su vestimenta verde para agilizar el tranco. En ese momento fue cuando Juan Cristóbal sopló rápidamente con su cerbatana uno tras otro los dardos con su devocional cobertura. Falló el blanco en los primeros tres intentos pero, los otros tres llegaron al pecho de Benigno quien entre alaridos horrendos perdió la lozana tentación y oscurecido prontamente quedó reducido a un montoncito de polvo que el aire de la tarde poco a poco arrastró hacia el río. La gran casona desapareció y de ahí salieron todas las jovencitas retenidas, entre ellas Esperanza. Todos subieron a la barca atada a unos postes a la orilla del río y ya en total tranquilidad, remada a remada regresaron cada una a su casa en el tranquilizado pueblo.
“Afirman ‘aquellas que todo lo saben’ que Esperancita y Juan Cristóbal, para olvidar su terrible experiencia, decidieron mudarse del pueblo y que a los pocos meses tuvieron un hijito hermoso, el colmo de agraciado…”
Hasta ahí entendí la narración porque los tres “toritos” de cacahuate —para no cruzarme— limitaron mi entendimiento y hasta la capacidad de movimiento. De vez en cuando me corroe la duda por la vida posterior de Esperanza y Juan Cristóbal y si su hijito sería… ¡vamos, vamos! tampoco prejuzguemos. Y ni un “torito” más hasta la fecha, porque aunque sean gratos al paladar, sus embestidas resultan fatales.
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