Ella es única. No son sus ojos dos luceros ni posee perlas por dientes, su piel es suave sin referencia al terciopelo, cálida, grata al tacto y al olfato en nada comparable al marfil pulimentado o al nácar descrito en la poesía de la edad romántica. Sin comparaciones en ella cada parte es proporción precisa sin sujeción a medida escolástica; posee la gracia de ser bella en el inmutable esfuerzo de ser ella.
De ella es la voz que acompaña el recuerdo de las alegrías y de ella surgió el susurro compañero en las multiplicadas tragedias en la vida; en su momento un ¡no! tajante —incuestionable— opuesto al ¡sí! musitado, titubeante, anhelado o la ausencia de una sonrisa en sus labios inquietantes—distantes al rubí— en donde esconde un beso apetecido que alguna vez desbarrancó en insulto.
No es perfecta —de serlo no estaría aquí—, es compañera bajo el sol o a la luz de la luna. Encierra los aromas de la vida junto a las debilidades humanas; poco dúctil a la imposición, es calidez en la palabra, en el trazo de su mano al dictaminar ¡calma!
Ella es única porque está aquí, porque para ello sucedieron incontables sencilleces acrecentadas con dos o tres extraordinarios resultados en la infinidad de actos y decisiones comunes.
Es la misma de siempre —y única— salvo un reguero de penurias en la mirada o la risa evidenciada en las grietas descendentes. Quizás un poco de temblor entre los dedos con los que ayer limpió el desaseo ajeno y hoy acaricia con su mano laboriosa. Ella es —para qué negarlo— discusión ininterrumpida, un gracejo espontáneo y una bendición amanecida, un poco de pereza bienvenida e inconmensurable oquedad cuando es ausencia. No es su cuerpo de gacela ni sus pechos dos tórtolas dormidas ni son dos columnas clásicas sus delicadas y torneadas piernas; ella es agotamiento buscado y paz eterna continuada en el sueño. De sus ojos no brotan diamantes, es llanto a veces de alegría y muchas de pena, aceptación entre iguales y asentimiento en esfuerzos compartidos sin importar distancia hasta llegar a un punto en donde los ojos no miran más, ni ven más que a una persona incomparable por ser tal cual es sin parches ni artificios.
Por más que lleve un gran peso de historia bajo la nuca un tanto doblegada, comparar su belleza es inútil, es crueldad autoimpuesta, falta de atención, ceguera ante sus encantos; en ese asunto no hay talla ni peso, no rige un color de piel ni generosidad en cabellera; aún la edad es irrelevante y la grafía de su nombre un exceso oculto si es cercano el sonido de su voz; ella es vida humanamente terrestre sin embelesos celestiales.
Distante en anhelo de presencia, en la trémula vitalidad compartida, si para usted prefigura a Fosca mejor ni cercarla, porque ya la perdió de antemano al contrastarla. Ella es bella en sí, por sí y ya es bastante disfrutar de su presencia para embaularla en burda comparación.
No es una flor para guardar entre las páginas de un libro, es una mujer y con ello es todo.
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