Y todo empezó por el pan. Es San Juan Atlamica una población resultado de asentamientos chichimecas, otomíes y nahutlacos, establecimiento fundado por los predicadores franciscanos bajo el patrocinio del santo Evangelista, su templo, erigido durante el siglo XVII, es una obra con gruesos muros de adobe de delicada sencillez con una torre compuesta por dos cuerpos de campanario, y es -comenta don Pedro Sánchez González- la segunda población fundada en el espacio, antecedida solamente por el pueblo de Cuautitlán.
Aquí, en San Juan de Atlamica, un paseíllo cubierto con adocreto al lado izquierdo del río Córdova queda unido a la margen derecha con dos o tres pequeños puentes de madera y otro con labranza de piedra y concreto que muestra el poder económico de lo que fuera una buena morada campestre local. Ante la puerta de su casa, don Pedro -habitante nacido en este poblado- habla del pasado reciente, del espacio en donde aún queda el murmullo de sus cinco ríos, del aire fresco que arrastra los aromas locales, el canto de los pájaros entre los árboles que en el amanecer y al llegar la tarde crean su himno de sobrevivencia, el aleteo y zureo de las palomas en los tejados, el clamor de los gallos y cacareo de las gallinas en los precarios corrales, recuerda de su infancia los amaneceres cuando bajo su pie desnudo crujía la hierba rígida por la helada y de la memoria fluyen todos aquellos instantes nimios que enriquecen a la vida y a los que sólo interrumpen los ladridos de los perros compañeros, alguna escapada furtiva por entre las hierbas en el bordo del río y la pena ante la pésima adquisición del grafiti que afrenta a los muros añejos y a los de las construcciones recientes.
Atlamica conserva un tanto de la tranquilidad de los pueblos mexicanos. Los variados y sutiles sonidos del viento entre sus sembradíos, arboledas y casas de techumbre baja; murmullos que acompañan al mugir de las vacas en sus corrales, el balar de alguna que otra oveja hermanado al gruñir de los puercos en sus chiqueros… todavía el aroma de los apriscos, de la majada, de la humedad circundante unida al fragancia de humo de leña reflejan la experiencia cotidiana de una historia aún viva entre sus habitantes, tan vital como ese otro flujo -réplica aérea sobre la traza de su río- formado por libélulas, abejas, moscas y mosquitos acompañados por minúsculas mariposas blancas.
Un gato reposa sobre el techado lavadero externo de la casita a la vera del río Córdova, traza del fresco paseo que guía desde la entrada del blanquecino pueblo, donde, sobre una estrecha puerta de madera oscurecida, tiembla un negro crespón para señalar que entre sus muros existió una mínima parte de su vida en comunidad para heredar la repetida tragedia humana y en la vida de los pueblos.
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