Un amigo me envía el discurso de toma de posesión de Barack Obama. Dice: “no estoy seguro que sea de tu interés, pero…”
Permítaseme compartir la respuesta.
Por supuesto, me interesa cuanto hagan Obama y el gobierno, los gobiernos, norteamericanos. Acaso algún día entiendan que así como nosotros no tenemos alternativa en cuanto a vecinos, ellos tampoco la tienen. Por tanto, más les valiera atender a las circunstancias de México. Una nación pobre puede ser origen de su destrucción como «civilización».
Los norteamericanos vivieron la tragedia de las torres gemelas. Asunto muy discutible, como discutible fue la agresión japonesa a Pearl Harbor, en la Segunda Guerra Mundial. El ataque a WTC fue desde el aire. Se utilizaron aeronaves como proyectiles. Ello demostró: gente decidida no necesita misiles de largo alcance para inflingir daño a enemigos, supuestos o reales. Pero hay otras formas en que podrían perpetrarse.
Los norteamericanos tienen pavor a las enfermedades infectocontagiosas. Véase la abundante filmografía al respecto. Son muy vulnerables a ellas. Carecen de defensas originadas en la pobreza. En este escenario, imaginemos: qué ocurriría si a sus comunidades llegaran personas con padecimientos infecciosos, propios de condiciones insalubres de vida.
El rotavirus, por ejemplo. Se transmite por contacto con objetos contaminados por heces fecales. Es causa de gastroenteritis. Entre nosotros la enfermedad es severa. En los países pobres mueren 600 mil niños al año. En Estados Unidos tienen 55 mil hospitalizaciones en el mismo lapso (“Macrosalud… el activo principal de nuestras vidas” Macroeconomía, www.macroeconomia.com.mx, 1 de enero de 2009, p. 3). Pero podría ser peor, si algunos de los grupos de ese género de virus, más agresivos, les llegaran. No tendrían que ser armas bacteriológicas usadas en su contra.
Más les vale, entonces, ver al sur no como a un proveedor de sangre de sus trabajadores; no como territorio de «conquista financiera»; o como factor de seguridad energética; como mercado inmediato de sus productos. No, Estados Unidos debe mirar en el sur de su frontera a un espacio y una comunidad que pueden, sí, proporcionarle bienes, pero también como una nación que merece su respeto. Un país al que si no atienden con equidad será ruta de males. Y no porque haya el propósito de lastimarlos, sino porque un vecino con plagas en su patio, sin proponérselo, las puede transmitir.
En la asunción del Presidente norteamericano esperaría, más que un acuerdo migratorio, la comprensión de que para evitar trabajadores indocumentados, el trato debe ser equitativo. Para que nuestros jóvenes, campesinos y urbanos, parte de los bienes de nuestro país, no lleguen a su territorio, deben crearse aquí fuentes de trabajo suficientes.
Sí. Cuando sea necesario nuestros trabajadores llegarán a aportar su esfuerzo. Ya he comentado opiniones del sociólogo Julian Simon sobre lo que ha significado en la riqueza de California, por ejemplo. Pero cuando nuestra gente vaya queremos, exigimos, que se le trate con dignidad.
Con Fidel Castro, quiero creer en la sinceridad de las palabras Obama en su discurso:
“A los pueblos de naciones pobres, nos comprometemos a trabajar a su lado para hacer que sus fincas florezcan y dejar que fluyan aguas limpias, para alimentar cuerpos hambrientos y alimentar mentes hambrientas.
“Y a aquellas naciones como la nuestra que disfrutan de la abundancia relativa, decimos que ya no podemos darnos el lujo de la indiferencia al sufrimiento fuera de nuestras fronteras, ni podemos consumir los recursos del mundo sin prestarle atención a los efectos.”
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