Propongo que el fin primero y último del Estado es proveer a todos de los recursos necesarios para alcanzar la felicidad. Es tarea prioritaria de los gobernantes. En un Estado democrático los gobernados, con capacidad para hacerlo, eligen o designan a sus representantes, a sus funcionarios, a quienes encomienda hacer lo necesario para alcanzar la felicidad, personal y comunitaria.
Cuando éstos incumplen en la misión de proveer lo necesario para alcanzarla, los gobernados debieran tener la facultad de relevarlos de los cargos públicos. En cualquier momento (revocación de mandato es la figura) independientemente de los periodos de ejercer el voto a cargos de elección popular.
Pero ocurre que una vez entronizados, con frecuencia, los servidores públicos se sienten eso precisamente, entronizados: colocados en un trono. Por tanto se suponen inamovibles. Cuando gobernados llegan a ellos para un trámite cualquiera, los miran como si fueran sus súbditos. Es al revés, el gobernante depende del gobernado y esto debe hacerse valer todo el tiempo. Lo mismo va para quienes deben planear, programar, diseñar, construir, operar, políticas públicas. Donde quiera que se encuentren, en la cúspide del proceso o en el último de los escalones. Quisiera decir que el mismo sentimiento de disgusto me motiva la deshonestidad, la simulación, el abuso, de un trabajador del departamento de archivo de una dependencia, que los perpetrados por un presidente municipal. No es así, la intensidad de mi coraje va en función del lugar que ocupa el funcionario en la escala de servicio: mientras más alta la jerarquía mayor es, por consiguiente, mi enojo.
Más a todo esto ¿Qué es la felicidad? Algún día, en cumplimiento de tareas de docencia, en la materia de introducción a la Filosofía, pedí a jóvenes estudiantes de mis grupos una definición. No hubo dos iguales. No hay una convención.
He definido la felicidad, definición operacional desde un punto sociológico si se quiere, como la satisfacción suficiente y oportuna de los requerimientos físicos y espirituales de las personas. Claro, también se puede acudir a la filosofía, la psicología, la sociología, la antropología, las religiones. Seguramente juristas, economistas, médicos, arquitectos, ingenieros, politólogos, algo querrán decir al respecto.
Hay respuestas en Sócrates, Aristóteles, Platón. Más acá, en el tiempo, en Leibniz. Vamos, un utilitarista como John Stuart Mill, filósofo, político, economista inglés del siglo XIX, dice que “la felicidad es la satisfacción de los placeres superiores, entre otros…” La cita es porque él habla de “satisfacción de…” y yo digo satisfacción suficiente y oportuna de los requerimientos…
Bueno, pues de eso se trata. De que los gobernados desarrollemos la capacidad ciudadana de reclamar y obtener de los gobernantes los elementos constitutivos de la felicidad: alimentos, educación, empleo, seguridad, servicios municipales, recreación, cultura, deporte. ¿Que nos den de comer? No. Que construyan la plataforma necesaria, en todos sus componentes, para que la producción de alimentos sea tal que alcance para todos. Esto comienza en el trabajo legislativo. Sigue en las tareas ejecutivas de los tres órdenes de gobierno. Así, la intangible felicidad encuentra a sus hacedores en los gobernantes que usted y yo elegimos para ocupar la presidencia de la República, gubernaturas, jefatura de gobierno del DF y cargos edilicios; los escaños y las curules del Congreso, corresponsables sus ocupantes con los primeros en el nombramiento de ministros y magistrados de los poderes judiciales. Y más y más. Si todos y cada uno de ellos cumple, reconózcaseles, si no, que se les demande. Como la Constitución lo establece.
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