Por su gran valor, madera, diamantes, oro, petróleo y minerales, o por su escasez, tierra fértil y agua, el 40% de los conflictos internos registrados en los últimos 60 años han tenido relación con la explotación de los recursos naturales. Una gran cantidad de expertos alrededor del mundo identifican al cambio climático como un multiplicador de amenazas y factor de conflicto que podría exponenciar, en pocos años, la migración en América Latina y en el mundo.
La Organización Internacional para las Migraciones define al migrante ambiental como «personas o grupos de personas que por culpa de cambios medioambientales ineludibles, súbitos o progresivos, que afectan de forma negativa sus vidas o sus condiciones de vida, se ven obligadas a dejar sus hogares habituales, o deciden hacerlo voluntariamente».
En fechas recientes se ha escuchado noticias acerca de migraciones como la de Siria buscando asilo en Europa, la Caravana Migrante que viaja de Centroamérica hacia los Estados Unidos, o la búsqueda de oportunidades en otros países del pueblo venezolano; se estima que para el año 2050, más de 143 millones de personas en el África subsahariana, Asia meridional y América Latina podrían verse desplazadas internamente.
En el caso de México, éste es un país altamente vulnerable a los efectos de fenómenos como sequías prolongadas, degradación del suelo, precipitaciones intensas, escasez de agua y aumento del nivel del mar. Pierde más de 1,000 kilómetros cuadrados de terreno a la desertificación cada año, forzando la migración de hasta 80,000 agricultores.
Según el estudio realizado en México por la Universidad de Colorado en 2011 «los hogares sujetos a condiciones de sequía son mucho más proclives de enviar un emigrante en comparación con aquellos sujetos a condiciones húmedas».
La degradación ambiental y los efectos de cambio climático no deben resultar inevitablemente en la migración. Es necesario una mejor comprensión del papel que las instituciones locales y nacionales deben desempeñar para hacer de la movilidad una parte de la solución en lugar de un problema.
Las medidas para apoyar un patrón más descentralizado de urbanización e industrialización ayudarían a reducir el número de personas que viven en áreas de riesgo y, al mismo tiempo, reducir las desigualdades regionales que son la causa raíz de la migración.
En el caso de Centroamérica se estima que esta región emite y seguirá emitiendo niveles mínimos de gases de efecto invernadero (GEI), ya es una de las regiones más expuestas a sus consecuencias. Sus vulnerabilidades socioeconómicas se exacerban por su ubicación geoclimática en un istmo estrecho entre dos continentes y entre los océanos Pacífico y Atlántico.
La región es recurrentemente afectada por sequías, huracanes y el fenómeno El Niño. El cambio climático está magnificando estas vulnerabilidades e incidirá cada vez más en la evolución económica de la región, dado que los factores dependientes del clima son decisivos para las actividades productivas, como la agricultura.
Por su parte, en Colombia, tras cinco décadas de guerra civil, Colombia cuenta con más de siete millones de personas desplazadas, convirtiéndolo en el segundo país del mundo con más refugiados, sólo detrás de Siria, de acuerdo con el Centro para el Monitoreo del Desplazamiento Interno.
En este país sólo resta un 10% de los “bosques secos” que cubrían la costa caribeña debido a la tala, la ganadería y el sobredesarrollo, según un estudio en el cinturón caribeño del Instituto Humboldt de Colombia.
Los lugareños sostienen que los terratenientes, entre ellos políticos conectados a grupos armados y cárteles, compraron cientos de acres de tierra y contribuyeron a una destrucción ambiental de gran escala. Aunado al calor que ha alterado los ciclos de los cultivos, indican que también su ganado se muere de hambre y existe una gran cantidad de minas y artefactos explosivos, sembrados por las FARC, que el ejército aún no ha detonado.
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