Luis E. Velasco Yépez/
Redacción
María Fernández vive en Coacalco, población situada en el norte del Valle de México. Trabaja en un restaurante del sur del Distrito Federal. El traslado diario de su casa al trabajo es de poco más de tres horas y gasta casi 40 pesos en transporte.
No encontró alternativa laboral en la región, por lo que tiene que emigrar a la Ciudad de México para ganar el sustento diario para su familia, compuesta por ella y dos hijas menores de edad.
Sus hijas quedan al cuidado de la abuela, a quien también María apoya económicamente.
Esta es la historia de miles (tal vez, millones) de mexiquenses que viven en el Valle de México, principalmente en el norte y oriente de la región, pero que, por la falta de empleo, tienen que trasladarse al DF para trabajar.
Es el aspecto socioeconómico de estos mexiquenses. A lo mejor el más visible, pero existen otros mucho más trascendentes: la mala calidad de vida de estos 22 millones de habitantes.
La explosión demográfica y el avance inexorable de la mancha urbana que, por el norte, alcanzó ya hasta a Apaxco, en los límites con el Estado de Hidalgo, arrasó con el antiguo ecosistema del Valle de México.
Pronto, en sierras y cerros se levantaron casas y unidades habitacionales donde se amontonan familias de escasos recursos que moran en viviendas carentes de agua potable y drenaje, aunque sí cuentan con energía eléctrica y televisor.
Curiosamente, los autos se sumaron a esa explosión para darle el tiro de gracia a lo que restaba de lo que alguna vez fue llamada “La región más transparente”.
Escasez de agua, hundimientos, contaminación de aire, agua y suelo; decesos por la polución, desertización, islas de calor, lluvia escasa, aumento de hasta 4 grados centígrados en la temperatura media, reducción considerable de biodiversidad, huella ecológica superior a las 5 hectáreas por habitante y una emisión promedio de 4 toneladas de gases de efecto invernadero per cápita, resumen el calvario que viven estos mexiquenses.
En consecuencia, la calidad de vida de la población es más que mala, porque en muchos casos, como el de María, la habitación es sólo dormitorio.
A todas esas calamidades, a últimas fechas se ha sumado una más: la inseguridad pública.
Sea en el norte o el oriente; sur o poniente, cada día se agudiza el clima de inseguridad prevaleciente en la región.
Levantones, asaltos en vía pública y en el servicio de transporte público, al igual que en comercio y negocios particulares son cosas cotidianas.
Desde siempre, algunos rincones del Valle de México habían sido tierra de nadie. Ahora, parece esto una generalidad.
Lo sucedido hace apenas una semana, en Ecatepec, donde miles de habitantes marcharon por las calles en protesta por la inseguridad es sólo botón de muestra.
Desde luego, el transporte público -malo y caro-, es otra vertiente del problema sin solución.
A últimas fechas, al unísono de nuevas rutas que conectan a los cuatro puntos cardinales con las Líneas del Metro de la Ciudad de México, se dieron aumentos en las tarifas, cuyos permisionarios cobran a su leal arbitrio.
De Coacalco a Indios Verdes antes la tarifa promediaba de 12 a 15 pesos. En el último mes pasó a 18, 20 y hasta 25 pesos el trayecto.
Las voces y quejas de los usuarios no se han hecho esperar, pero son sólo gritos en el desierto.
El Valle de México es ahora un Valle de Lágrimas.
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